Pasan los años y no deja de llamarme la atención la diferencia entre mis gustos y los de buena parte del resto del mundo. Ejemplos al voleo: cuando leo PERFIL, compruebo que las columnas que más me interesan no reciben nunca o casi nunca una opinión que acredite el interés de los lectores. Eso me extraña, pero me consuelo pensando que tal vez la clase de lectores que comparten mi interés por esos columnistas no son afectos a postear comentarios. Lo mismo suele ocurrirme, y ahí la preocupación es más honda, cuando veo qué libros se venden. ¡Joyas locales y universales, libros que estimulan la mente y mueven el corazón, pasan desapercibidos, tienen tiradas cada vez más bajas, boquean, agonizan ante la mirada absorta de los compradores que en las librerías después toman el ejemplar de al lado, cualquier insigne porquería –no voy a dar nombres– y se precipitan a tirar sus morlacos a la marchanta, es decir pagando en caja en efectivo, débito o crédito.
Por supuesto, en mi argumento tal vez subyazga una falacia: ¿quién me dijo que mis opiniones y gustos deben ser compartidos por el resto del mundo? Nadie, en general, soporta la música que yo escucho –canto gregoriano, con paradas en las angélicas composiciones de Santa Hildegarda von Bingen–, así como, ya lo mencioné en anteriores columnas, hace más o menos un siglo casi nadie leía a Henry James, un autor extraordinario. ¿Qué queda por hacer? Por una parte, resignarse: así son las cosas. Por la otra, rabiar contra lo que uno percibe como opacidad del mundo y seguir insistiendo. En la lucha por la belleza no hay triunfo, sólo camino, fracaso, nuevo intento.