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La mía

Yo recuerdo un tanquecito, en tiempos de movilización de tanques.

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Yo recuerdo un tanquecito, en tiempos de movilización de tanques. Y después un perro sabueso un poco parecido a Patán, el copiloto de Pierre Nodoyuna. ¿Funcionaron? Me temo que no. Y mucho menos funcionó el recurso de la conciencia social. No resulta sencillo, claro está, infundirnos a los argentinos un sentido de la responsabilidad para cumplir con el pago de impuestos. Los que tienen menos poder se escurren como pueden de las leyes imperantes, y los que tienen el poder cuentan con leyes a su medida para zafar y escabullirse, conductos para sacar la plata y no tener que tributar.

Pero últimamente surgió, entre nosotros, una fórmula que tal vez consiga aceitar el estímulo impositivo. Es el gusto por hablar de “la mía”. El simple contribuyente goza de pronto con la posibilidad de sentirse dueño y patrón. Si sube a un avión de Aerolíneas Argentinas, por ejemplo, toma a las azafatas por mucamas suyas, y al piloto, por lo mismo, lo toma por su chofer. Si va al cine a ver

una película que contó con respaldo del Incaa, da por cierto que los actores (¡incluidas las estrellas!) no son sino empleados suyos: es así como les habla, mientras dura la proyección, señalando, despectivo, a la pantalla. Y hasta hace poco, a los futbolistas, esos ídolos de multitudes, les recriminaba una pifia o un mal saque lateral, no como un hincha fervoroso sino como un gerente de empresa que debe mostrarse estricto con la incompetencia de su personal.

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Y es que todo eso que se hace se está haciendo “con la suya”. Se siente pues un Carlos Slim, se siente un Paolo Rocca. Es feliz: es jefe, es dueño; se ha ganado (es lo que cree) el derecho a la prepotencia que adjudica a los millonarios. ¡Y accede a esa felicidad incluso con sus ingresos medianos, sus angustias de medio pelo y sus cortos presupuestos! El tanque que vuelva al cuartel. Y el perro, que vuelva a la cucha. Aquí ya no se los precisa más.