La crónica periodística pareciera estar de moda. ¿La crónica, de moda? No: la crónica no está de moda. Puede dar esa idea la reciente proliferación de libros sobre el tema, pero la cuestión quedó bien planteada ya en diciembre de 2006, cuando la eximia cronista Leila Guerriero (editora, además, de una de las pocas revistas del género, la antes colombiana y ahora mexicana Gatopardo) escribió: “Pocos medios gráficos están dispuestos a pagarle a un periodista para que ocupe dos o tres meses de su vida investigando y escribiendo. Los editores suelen funcionar con un combustible que se llama urgencia y con el que la crónica no suele llevarse bien. Finalmente, pocos medios están dispuestos a dedicarle espacio a un texto largo ya que, se supone –lo dicen los editores, los anunciantes–, los lectores ya no leen. Y sin embargo, sin medios donde publicarla o dispuestos a pagarla, y sin editores dispuestos a darles a los periodistas el tiempo necesario para escribirla, se habla hoy del auge de la crónica latinoamericana. Después del misterio de la Santísima Trinidad, éste debe ser el segundo más difícil de resolver”.
Aún así (o tal vez porque la tendencia esté, de a poco, revirtiéndose), el año pasado fue pródigo en publicaciones: La ruta del beso, de Julián Gorodischer, Los impacientes, de Josefina Licitra, y Golden boys, de Hernán Iglesias Illa, son sólo tres de los mejores libros de crónica (ese género que cruza la literatura y el periodismo, que sepulta la pretendida objetividad debajo de la mirada del narrador, que intenta construir un relato personal, analítico y dinámico) aparecidos en el último tiempo. A los que ahora habrá que agregar la compilación Crónicas filosas, que recoge textos publicados entre 1999 y 2007 en las páginas de la revista Rolling Stone.
Situación paradójica la de esta revista, concebida desde el centro del establishment (pocas cosas hay hoy, a cuarenta años de los dorados 60, más conservadoras que la cultura rock) que, sin embargo, ha funcionado casi como el único reducto posible para publicar textos de este estilo en la Argentina. En rigor de verdad, no todos los textos aquí reunidos son crónicas: hay una muy interesante investigación sobre el éxtasis (“Generación éxtasis”, de Pablo Plotkin) y un entretenido reportaje sobre el funcionamiento del aparato peronista bonaerense (“Aguafuertes del pantano justicialista”, de Esteban Schmidt). Ernesto Martelli, director de la RS, se ocupa de salvar este detalle en el prólogo: “No se trata de un libro de crónicas, estrictamente. Hay crónicas, sí, porque es un género al que la revista recurre en busca de profundidad. Pero también investigaciones, retratos, newspirience”.
La newspirience (el periodista jugando el rol de cobayo del hecho noticioso) alcanza un punto altísimo en “30 días en el call center”, un texto de Alejandro Seselovsky que intenta correr el halo de misterio que rodea a la explosión de call centers (la industria laboral que más creció luego de la devaluación) en la Argentina. Aparecen, también, en la antología, crónicas ya célebres, que se leen con admiración en las escuelas de periodismo, como “Pollita en fuga”, de Josefina Licitra. Pero quizá el texto más inquietante sea el que abre el libro, “Esclavos del deseo”, de Daniel Riera: un retrato del mundo del sadomasoquismo. Riera duda, trata de superar sus prejuicios y los clisés de la doxa, mira siempre con interés y sorpresa. Y elige cerrar su texto con preguntas, en lugar de respuestas: “He visto cosas que no soñaba ver, he variado constantemente entre la fascinación, el morbo, la culpa, el miedo y el espanto. El desconcierto fue una de las claves de este recorrido. Cuanto más veía, cuanto más escuchaba a las amas y a sus esclavos, menos entendía”. Esa inseguridad, esa perplejidad, esa incerteza, es el motor de todo buen cronista.