Según cuenta Nassim Taleb, al pavo de Hume le dan de comer todos los días y el pavo infiere que los humanos son buenos. Una mañana, la mano que lo alimenta le retuerce el pescuezo. Por la información que tiene, esto le parece una catástrofe. Pero lo que para el pavo es inesperado (un “cisne negro”) para algún otro será absolutamente lógico.
Taleb deduce que una clave para ir a la caza de estos cisnes negros es dudar de toda información precedente. Volverse un empirista puro, como Hume, un cínico alegre que niega leyes generales. Nadie sabe cómo funciona el mundo, pero un experto demasiado especializado (un comentarista de fútbol, digamos) no sabe de su ignorancia. Y el erudito, sí, porque lee otros libros que no son de fútbol.
En el Mundial, con mayor o menor conocimiento previo, pudimos proyectar el deseo de ver un cisne negro sobrevolando el Maracaná. Beatriz Sarlo anda un poco indignada: en un programa se quejó de que cerraran los museos por el partido, cosa impensable en Alemania o en Brasil, donde había órdenes de darle al turista razones variadas para disfrutar del paseo. Un periodista colabora: lo que la mayoría quiere es ley y no deja lugar a las libertades de quien quiera ir a ver pintura de bodegón mientras Higuain casi pierde una oreja en un penal no cobrado. Tiene algo de razón Sarlo, pero, ¿no consiste la erudición también en adentrarse en lo opuesto, digamos, los misterios del fútbol y visitarlo –si se quiere– como un museo?
No hay una realidad objetiva, y la información sólo confunde: me basta ver una página peruana, donde Agüero es Satán y merecía la expulsión o Higuain debía pedir perdón por ponerse en el camino de Neuer. Cada uno vio lo que quiso, siguió unas reglas generales. Con esas reglas de los otros (muchos peruanos, o brasileños atragantados de esa canción estúpida) los argentinos debíamos perder, porque somos bestias, ególatras y vulgares. Nosotros quisimos ver una versión más bella, prescindimos masivamente de la información obvia y tal vez este acto de empirismo colectivo hizo dar un salto a la imagen del país, tan controversial. Y todo con dudoso fondo de brasileños travestidos de camisetas siempre rivales, mutantes como X-Men.
He aquí los datos: Alemania juega mejor que nadie. ¿Y qué? ¿Pago para ver lo bien que se juega, o para esperar que el mejor pierda bajo las alas negruzcas de lo impredecible? En el fútbol no es que se cuele un poquito de rivalidad; es el culto a la rivalidad en sí. Sin ella no vale la pena ganar ninguna copa. ¿Para qué? ¿Para demostrar habilidad con los pies? En este museo, eso es frivolidad.
La copa vino rica en pequeños cisnes negros. El avance de Costa Rica fue algo que gustó mucho. Que los pobres españoles, ingleses e italianos quedaran rezagados también fue motivo de secreto gozo, no por un rencor especial, sino por el encanto de aquello que contradice la regla. Los ojos anhelan el salto en la línea chata del devenir. Eso sí: muy en el fondo, queremos vivir en la normalidad. Esa Revolución de Todos los Ordenes de lo Probable que esperamos en el juego (de los otros) se achica en la vida real, donde tendemos a ser conservadores y aburridos. Por eso la necesidad del juego, del combate.
En un programa previo un periodista alemán explica: “Si hacemos las cosas bien, con nuestra habitual sangre fría, obtendremos el triunfo”. ¿Sangre fría? ¿No le da vergüenza? ¿A eso hemos venido al Maracaná? ¿A quién le sirve un triunfo así? Tal vez por eso tantos argentinos celebramos la derrota (o un dignísimo segundo puesto, depende del pavo que lo mire) con más entusiasmo que los alemanes su ajustado triunfo, producto de la sangre fría de Schweinsteiger, no en vano regada por el césped como prueba de un error que se paga con sorpresa. Argentina pudo haber ganado. Y perdiendo alineó a argentinos de uno y otro credo como ninguna otra causa (banal o seria) podría hacer. Un misterio conmovedor. La conmoción necesita de imágenes para llegar a ese sitio de la razón donde no operan las palabras, así que quedan grabadas las jugadas de Mascherano, Higuain, Messi (que es de otro planeta y nos lo presta de a ratos), Romero o Garay (que noquéo a un inocente), eyectado como zombie sin comprender jamás a dónde había venido: traía alta data e infería que Alemania debía ganarle a la Argentina con siete goles pavos.