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peripecias

La opacidad

Pensé que me había convertido en el hombre invisible. Me gustaba. Suele pasarme en enero en Buenos Aires. Los demás se van de vacaciones y yo me quedo de incógnito. Es muy posible que no esté, así que dejo sonar el teléfono, no contesto mails, no estoy, quizá me fui a algún lado sin señal de celular, sin computadora.

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Pensé que me había convertido en el hombre invisible. Me gustaba. Suele pasarme en enero en Buenos Aires. Los demás se van de vacaciones y yo me quedo de incógnito. Es muy posible que no esté, así que dejo sonar el teléfono, no contesto mails, no estoy, quizá me fui a algún lado sin señal de celular, sin computadora. Por la persiana entraba la resolana atómica del verano. El día hábil se había vuelto un poco torpe, parecía sábado. En estado de transparencia salí a la calle, sin compromisos agendados, sin apuro, sin mí. La ciudad era como la Buenos Aires de la infancia; menos autos, menos gente. Esquivé los charcos del aire acondicionado en la vereda. Todavía quedaban colgados algunos adornos de las fiestas. Crucé la plaza. Sin girar la cabeza, relojeé hasta el estrabismo a las chicas en biquini que tomaban sol y mate en grupitos de dos, de tres. Pero nadie me veía. Nadie sabía que yo estaba ahí. En la avenida me crucé con un mozo que venía esquivando autos con una botella de agua mineral en la bandeja. Había mal olor. El caldo navideño todavía se estaba pudriendo en las alcantarillas. Se abría la puerta de un local de ropa y salía una bocanada de aire frío. Un padre de familia ataba una tabla de barrenar al techo del auto. Yo sentía que atravesaba todo, que el aire caliente pasaba a través de mí. Pero algo falló en el truco de ser invisible cuando entré al cajero automático. Me vieron. Se metieron dos tipos, gritaron mucho, me robaron rápido y se fueron. De golpe me opaqué, me destransparenté, vi de lleno mi yo burgués, mi ciudadano yo, mi ser partícipe. Qué fácil fue. Soy un flaco que no sabe ni karate. Pero invisible parece que no soy.