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La oscuridad del cielo

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Me armo y me desarmo según los caprichos del viento. Es el manipulador de mis formas, y salvaguarda de mares y cielos. Regordeta, vaporosa, me atraviesan aviones, pájaros; a veces alguna mariposa extraviada. Ser nube es tan fácil como no serlo. Somos mutantes, variables, efímeras. Ascendemos de las aguas, condensando los humores de la humanidad. El cielo límpido renueva los ánimos, y cuando nos amontonamos grises, casi negras, la furia parece desahogarse bellamente, como si la hubiera diseñado Emanuel Swedenborg (Misterios celestiales, 1749). Algunas personas nos observan, sobre todo en los espacios abiertos (no son muchos los que miran hacia arriba en las ciudades), quizá en busca de alguna respuesta intangible o simplemente para saber cómo vestirse. Hay niños que nos señalan asombrados e incluso se asustan, según el contorno que nos convierte en ovejitas mullidas o monstruos aéreos. Somos pasajeras de la lectura del cielo. Y si bien estamos encargadas de dispersar toda la luz visible, a veces la oscuridad es nuestro fundamento. Tantos artistas buscaron atraparnos en ese limbo intangible que supera la copa de los árboles: desde “el generoso lecho de vapores” donde aparece la Virgen en los cuadros de Tiziano, Miguel Ángel o Rafael, o metidas en un sombrero de la mano de Magritte.

Los poetas nos trazaron en versos. Goethe llegó a dibujarnos para su precioso libro El juego de las nubes y el romántico Percy nos consideraba “niñas de pecho de los cielos”. Es extraño convertirse en metáfora… ¡Pensábamos que la condensación era solo atmosférica! Resulta que somos el símbolo religioso preferido para separar el reino divino del mortal. Y viene de épocas remotas, cuando varios dioses se disputaban el cielo. El antiguo dios griego Zeus, señor de los cielos y la lluvia –supuestamente nuestro creador–, nos convocaba asiduamente como fundamento de su cólera. Tenía una relación tempestuosa con Hera, su esposa, y deseaba vengarse de todo aquel que la asediara. Ixión fue uno de ellos que, para colmo, se le arrimó después de haber sido invitado al Olimpo, el muy bribón. Entonces, Zeus, poniendo a prueba sus intenciones, creó una nube con el aspecto de su esposa. Ixión yació con ella y Zeus lo mató. Quizá por ello, un asiduo observador que no se cansa de mirarnos y clasificarnos proclamó una advertencia: “Nunca intimes demasiado con una nube”. Gavin Pretor-Pinney, autor de La guía del observador de nubes, desde muy niño nos vio tal cual éramos. Durante un paseo escolar, la maestra había propuesto a sus alumnos que, recostados en el pasto, descubrieran formas en las nubes. Gavin se llevó una gran sorpresa al escuchar lo que sus compañeritos describían. No entendía dónde estaba la cola de la sirena ni los dragones que lanzaban fuego en el cielo. Cuando regresaron al aula para contar lo que habían visto, no tuvo más remedio que responder con la sinceridad del crepúsculo: “Yo solo vi nubes”. Esta anécdota lo convirtió en un especialista. Llegó a fundar en 2005 la Sociedad de Apreciación de las Nubes, donde figuramos casi todas: los cúmulos, cumulonimbos, cirrocúmulos, estratocúmulos, nimbostratos, altostratos, cirrostratos y cirros. Hasta se dio el gusto de incluir a una de nosotras que solo se forma en una de las partes más remotas de Australia, en el golfo de Savannah, a la que llaman “gloria matutina” y, según él, “transmite la sensación de euforia que su paso produce”. Nuestro explorador etéreo considera su búsqueda un “pasatiempo sin propósito definido y misteriosamente vital”. En tiempos de posesiones y consumos, nos viene bien un contemplador. Alguien que goza de lo que no puede atraparse ni ser obtenido.

Sin embargo, no todas provenimos de los ríos, lagos, océanos, humedales y tantas otras aguas elementales, apreciables, imprescindibles; las hay sucias, tóxicas, mortales. Y aunque las llamen “nube de hongo” (de las bombas nucleares), o “nube de Wilson” (el estallido en el puerto de Beirut), o “nube de humo” (las terribles explosiones en Kiev), no merecen llamarse nubes. Es humo de la maldad (el humo de los humos) que asciende para no llover. Se esparce ominoso, arrebatando vidas. No hay imaginación que pueda nutrirse de ellas, son todo lo contrario de nosotras; son lo inimaginable, la destrucción.