Dicen que soy salada, tibia, de recorrido breve. Que goteo como la lluvia cuando comienza, pero en lugar de satisfacer la sed de la tierra, me deslizo por mejillas entumecidas, desahogando tristezas. En realidad desconozco mi cauce. Provengo de los adentros, que de golpe se extrovierten; sí, me vierto, sin saber lo que desborda, simplemente si duele. Agua, ni de río, ni de mares, ni siquiera de los tan castigados y esenciales humedales. Soy lágrima, gruesa, furiosamente triste, que llora por las mismas aguas, aquellas que secan, que es el morir de muchos. La de los ríos, bañados, esteros (“aguas brillantes”, Iberá en guaraní) y cuencas. Las que Claudia Aboaf defiende y define, cuando clama: “Y después, hoy, ahora, los esteros se incendian con toda la vida a cuestas, el Paraná se seca, el mar se empetrola y después, después la vida se termina. Se apaga el agua que brilla”.
En tanto lágrima, soy ínfima, quizá la ultimísima gota de este mundo, la que brota cuando todo se acaba. Si pudiera inundar el mundo, de rabia, de pena, de amor por las aguas mismas. Ellas soy yo, agua del cuerpo, tan abundante como la de la Tierra.
El agua marca el nivel. Sube y baja, nivela. Comunica, fluye, alberga, liga, abre caminos. Acaso las lágrimas también nivelamos sentimientos que desbordan; dándoles curso, abrimos posibilidades de expresiones que acercan, conmueven, desenmascaran. Si todas las lágrimas juntas pudiésemos humedecer la sequía mental del poder, se escucharían entonces las voces mudas de la naturaleza sufriente, las que tan bien escuchó Silvina Ocampo: “En una piedra podemos oír, si escuchamos con atención, el trayecto del tiempo; en el ruido de la lluvia podemos oír el dialogo vacilante de los primeros hombres, en ciertas plantas podemos oír a las mujeres de la antigüedad elaborar secretos, en el estruendo de las olas que se elevan en los mares podemos oír la aclaración de algunos hechos históricos, si ustedes no se dignan a oír estas voces, ¿cómo podía un dios oír las vuestras?”.