Ya no estoy tan seguro, a esta altura, de que exista algo así como una grieta que divide a los argentinos. Me parece más bien que los une. A unos cuantos, a un montón, más que separarlos, los une. Los une en el mismo sentido, y además, de la misma forma en que, en una cinchada empeñosa, la soga une a los que tiran rabiosamente para un lado con los que tiran rabiosamente para el otro. Si los de un bando por alguna razón aflojaran, los del otro se caerían redondamente de traste al piso, ridículos, despatarrados. Hasta tal punto se encuentran amarrados entre sí, aferrados a la misma cosa, agarrados unos con otros.
Así están, a mi entender, unidos por eso que dio en llamarse “la grieta”, los maníacos del kirchnerismo (entre ellos hay algunos que están a favor y otros que están en contra, pero esa diferencia es irrelevante frente a la común fijación que comparten y que les impide pensar en otra cosa o desde otro lado). El problema que le encuentro a la grieta no es que promueva conflictos, pues los conflictos existen de por sí, sino que supone que el mundo es binario (un día, uno que notó que no soy macrista escribió en un diario y me asoció con Milani: así de estúpido es el mecanismo).
Pues bien: ahora no sabemos dónde está Santiago Maldonado. No pienso sumarme a ningún ránking o certamen de desaparecidos en democracia, a ningún mezquino cotejo de esa índole. Solamente a la pregunta, dirigida a quien corresponde: a la ministra de Seguridad de la Nación.
¿Dónde está?