Cuentan que la hermana de Juan XXIII, el “papa bueno”, se persignaba para alejar a los malos espíritus cada vez que entraba al Vaticano. Sentía el recelo que experimentan muchos católicos frente a la curia romana, el conjunto de organismos que forman el aparato a través del cual el Papa gobierna la Iglesia Católica. Ocurre que a veces, los papas están muy ocupados en su otro rol, el de pastor de su enorme rebaño y líder espiritual global, y descuidan aquellos resortes de poder interno, que toman vida propia y se vuelven inmanejables.
No es que eso pase de manera indefectible, pero es siempre un riesgo, que es mayor si el Papa no tiene experiencia ni habilidad para el manejo del poder. No es el caso, ciertamente, del papa Francisco: Jorge Bergoglio es austero y sencillo, un hombre esencial, pero es también un jesuita y, como tal y parafraseando a Juan Perón, lleva en su mochila el bastón de líder, como bien ha demostrado en cada uno de los puestos que tuvo a lo largo de su carrera eclesiástica, desde “provincial” (jefe) de los jesuitas a arzobispo de Buenos Aires. Un jefe que hace lo que tiene que hacer: mandar, y que ahora está frente al mayor desafío de su vida, que es moldear una curia romana de acuerdo al programa de un papado tan prometedor.
Porque una cosa aparece obvia: no podrá Francisco llevar adelante la renovación en la Iglesia Católica bajo los signos de la austeridad, la sencillez y el respeto al mensaje de Cristo si primero no reforma la curia romana y la adapta a sus objetivos. Fue tal vez el principal punto débil de su antecesor, Benedicto XVI: nunca dominó a la curia romana y eso le causó muchos trastornos, como, por ejemplo, la filtración de documentos secretos.
El principal cargo de la curia es el secretario de Estado. Como el nuevo Papa es argentino, un “extranjero” en términos vaticanos, se piensa que el número dos de la Iglesia será un italiano. Los periodistas que más saben sobre estos temas, los “vaticanistas”, como Luigi Accattoli, del diario Corriere Della Sera, sugieren buscar el nombre adecuado en “la tercera o cuarta línea” del organigrama. Es que las primeras filas están densamente ocupadas por personas vinculadas a quienes tuvieron el manejo real del Vaticano en los últimos años.
A la hora de nombrar al secretario de Estado seguramente Bergoglio tendrá en cuenta la opinión de quienes terminaron siendo sus aliados en el cónclave que lo ungió como el primer papa argentino y americano, como los obispos estadounidenses y quien aparecía como el gran favorito, el italiano Angelo Scola, el arzobispo de Milán, cuyas pretensiones reformistas fueron bombardeadas aún antes del cónclave por el llamado “partido romano” o curial, que respondía a otro cardenal italiano, Angelo Sodano, secretario de Estado con Juan Pablo II y decano de los “príncipes de la Iglesia”, como también se los llama a los cardenales.
Por debajo del cargo de secretario de Estado hay dos puestos muy importantes: sustituto, una especie de ministro del Interior, y secretario de Relaciones con los Estados, un canciller o ministro de Relaciones Exteriores; uno hacia adentro de la Iglesia y el otro hacia fuera; el primero suele ser italiano y el otro, no. Y luego hay nueve dicasterios o ministerios, algunos claves para el primer Papa jesuita, como el de Iglesias Orientales, hoy a cargo de otro argentino, Leonardo Sandri, y Educación. Completa la curia un enjambre de comisiones, tribunales y demás organismos, entre ellos el banco vaticano y el portavoz papal.
Los argentinos deberían tener una fuerte presencia en este organigrama, como sucedió con polacos y alemanes durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Seguramente será argentino el secretario privado del Papa, un cargo que no figura en el organigrama, pero que suele tener una gran relevancia porque abre y cierra la puerta del principal despacho del Vaticano. Un buen ejemplo fue Stanislaw Dziwisz, el influyente secretario de Juan Pablo II que luego fue nombrado arzobispo de Cracovia.
*Editor ejecutivo de la revista Fortuna.