“La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.”
Oscar Wilde (1854-1900); de “El retrato de Dorian Gray” (1890), capítulo 7.
Después del fallo el clima se puso espeso. Para colmo, enseguida llegó ese cruce brutal, la patada en medio del pecho. Claudio Avruj, que nunca logró adaptarse a su nueva posición en la cancha, salió al cruce descontrolado, a ciegas. Entonces, lo hizo. Con la misma naturalidad con la que justificó la inclusión de Aldo Rico en los festejos del Bicentenario. “A mí me puede no gustar, pero fue un héroe de la final perdida en Malvinas”. A ése lo quiero siempre en mi equipo, le faltó decir.
“Estoy de acuerdo con el 2x1 de la Corte si el fallo está ajustado a la ley. Hay que ser respetuosos. Por sobre todos nosotros está el marco regulatorio de la ley”, zapateó. Avruj levantó los brazos, palmas hacia arriba, típico gesto del que sabe que fue mal, con los tapones de punta. Era para roja. Pero no.
A él no le pidieron, como a Messi, que viajara a Zurich. Sólo que cambiara de opinión, detalle que cumplió sin inconvenientes. “El fallo de la Corte ha producido zozobra en la sociedad”, levitó en su descargo para el Tribunal de Télam. No alcanzó. Carlotto y los históricos no le atendían el teléfono y exigían su inmediata expulsión.
Ese día, 500 mil personas salían a la calle para decirle “no” al 2x1, el peor resultado; Avruj intentó la heroica: un salto mortal hacia atrás. “No pueden acogerse al beneficio que hubiera otorgado la ley del 2x1 aquellas personas que se encuentren imputadas por delitos de lesa humanidad”, panquequeó a pedido. “A medida que fueron pasando las horas y fuimos profundizando con el ministro Garavano y Marcos Peña, entendimos que había que salir a criticar fuertemente y plantear la posición, oponiéndonos”, confesó sin falsos pudores.
Inútil. La fila de los que piden que deje su cargo de secretario de Derechos Humanos es kilométrica. Pero Avruj, a lo Bauza, resiste. “Sigo firme en mis convicciones –generaliza–, no encuentro ningún motivo para presentar la renuncia”. En fin.
El titánico esfuerzo de los medios para llenar sus espacios con los clásicos logró saturarme. Tácticas, árbitros, pronósticos. Un duelo puesto por puesto entre los titulares de Boca y de River. Elogios para el planteo audaz de Holan en Independiente y dudas por lo que le ha costado ganar de local. Aplausos para la calidad de los delanteros de Racing y alarma por su frágil defensa. Cal y arena.
Más difícil fue digerir la bandera que, con una frase de Diego Simeone, “A morir, los míos mueren”, colgaron en la última práctica del Aleti antes de definir el pase a la final de Champions contra el Madrid. Mucho peor fue el desfile de ataúdes y la escalofriante consigna del banderazo de Newell’s previo al clásico con Central: “Matar al Sin Aliento”. Más muerte después de la muerte y en tono festivo. A lo bestia.
La falta de novedades en el culebrón AFA me produjo un síndrome de abstinencia que sólo pudo calmar la deliciosa foto de Danyel Angel Easy, Chiqui Wall de Moyano y Víctor White en el Congreso de la FIFA de Manama, Barhein. Panzas y sonrisas antes del picadito que jugaron con Maradona en un lujoso potrero del reino.
Muy bien no les fue. Un abogado del Obama team reemplazó al servicial escribano Mitjans y ya no habrá argentinos en la elite jerárquica. Paciencia. Messi jugará y eso los mantiene eufóricos. Con el sigilo de un espía, el pobre Infantino les pidió consejos para aceitar su relación con el turbulento genio de Fiorito. “¡Me vuelve loco!”, gimió, un poco en broma, bastante en serio. Te creemos, Gianni.
Vuelvo –es inevitable– al tema que me obsesionó toda la semana. El mar de pañuelos blancos, la multitud, las banderas que mostraron los equipos que jugaron por copas o el Ascenso. “¡2x1 las pelotas! Ni un genocida libre. Ni olvido, ni perdón ni reconciliación. ¡Cárcel a los asesinos!” Esta vez, la siempre dudosa unanimidad reconforta. Aunque fue necesario, como tantas veces, llegar al borde del abismo para provocar una reacción genuina, sin grietas.
Me detengo en cada condenado. Es notable cómo la peor oscuridad puede reflejarse en un rostro. No son banales burócratas del mal como Eichmann, ni asesinos impiadosos como los turcos que también decapitaban a los bebés armenios. Persiste en ellos una extraña perversión, mezcla de locura mística y amoralidad. Son el oculto retrato de Dorian Gray de tanto señor elegante que nos explica, con paciencia sobreactuada, cómo funciona la economía del mundo. Uno solo de esos tipos en libertad significa prolongar aún más la tragedia argentina.
Otra imagen. Es Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler, único y último recluso de la prisión de Spandau. Esa fortaleza de ladrillos rojos y diseño medieval construida en 1876 al oeste de Berlín alojó a otros jerarcas nazis, como el almirante Karl Dönitz y Albert Speer, el arquitecto del régimen. Ellos cumplieron sus condenas y salieron. Hess no. Hess cumplía una perpetua. Pasó veinte años en compañía y otros veinte en absoluta soledad. Murió el 17 de agosto de 1987, a los 91 años. Recién entonces Spandau fue demolida. Por una vez, al menos, el demente y brutal Hess fue ejemplo de algo.
“Oh, la señora Dalloway... Siempre haciendo fiestas para tapar el silencio”, comenta, irónico, Ed Harris en el papel de Richard Brown en Las horas, el estupendo film que en 2002 dirigió Stephen Daldray. Esta vez, a fuerza de dolor y conciencia, el coro de la multitud entregada al rito futbolero no servirá para tapar nada.
Sería imposible. Las dudas de tanto funcionario, los torpes giros entre el fallo y la creciente indignación, las frases de cartón, el silencio incómodo; todo sigue allí, obsceno, a la vista, como un grito atronador en tiempos de la posverdad.