Muchos no asimilan la importancia de los cambios que se produjeron en estos años en todas las esferas de la vida. Los seres humanos veníamos experimentando la descomunal transformación propia de la tercera revolución industrial, cuando se aceleró con la pandemia.
La política depende ante todo de la comunicación y no se puede analizar con las herramientas que usábamos hasta hace pocos años. Especialmente en términos de la conexión de las personas entre sí, todo es radicalmente nuevo. Agoniza la democracia representativa.
La gente vive naturalmente las transformaciones de las formas, los contenidos y las herramientas de la sociedad de las pantallas, obtiene una parafernalia de objetos físicos y virtuales, se actualiza, consigue información, la confunde con formación y opina con solvente ignorancia acerca de todo lo imaginable.
Siempre fui aficionado a la astronomía, las matemáticas y las ciencias. Cuando fui adolescente pedía en las librerías de Quito que me avisaran si llegaba algún libro sobre esos temas para comprarlo.
Conseguía unos cuatro o cinco por año, con algunas informaciones sobre Marte y el sistema solar.
Cuando era estudiante universitario viajé varias veces a las dos ciudades en las que se encontraban las librerías más grandes de la América hispana. En Buenos Aires estaba El Ateneo de la calle Florida, en México la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, que ahora es un pequeño sitio para venta de saldos.
Me instalaba todo el día en esos locales para revisar textos de poesía, literatura, filosofía, astronomía, religiones y política.
Recorría después la avenida Corrientes y la Calle de los Donceles, donde existían librerías de viejo, administradas por libreros sabios, que conocían sobre autores y ediciones tan antiguas como novedosas.
En algunos viajes me dediqué a hurgar en montañas de libros alucinantes, que en varios casos se integraron a mi biblioteca y casi no llegué a ver nada más de esas ciudades.
Han pasado pocos años. Sigo amando mis libros de papel, pero ellos y yo tuvimos que adaptarnos a los nuevos tiempos y compartir la vida con textos electrónicos.
Al principio fue difícil aceptarlos, porque me gusta acariciar las portadas, las páginas, apreciar la textura del papel. Es incitante escribir anotaciones en los márgenes, tiene un encanto distinto a la nota del e-book.
Participo de la velocidad vertiginosa de la producción de conocimientos de la época. Estoy suscripto a The New Yorker, The Economist, Newsweek, leo con frecuencia el New York Times y The Washington Post, Veja, Noticias, Proceso, los principales periódicos argentinos, mexicanos, españoles y brasileños.
Cuando encuentro la reseña de un libro interesante, lo compro inmediatamente y en general lo leo a las pocas semanas de su aparición.
Cuando me interesa lo que ocurre en cualquier país, leo la prensa local. No importa si se publica en cualquier idioma, porque si me interesa Irán y el artículo está en farsi, la computadora lo traduce automáticamente.
Leo con avidez las entrevistas que hace Jorge Fontevechia a intelectuales y personajes de los más distintos lugares. Proporcionan perspectivas nuevas y permiten pensar con más libertad.
La velocidad del progreso tecnológico, cultural y social crece en forma vertiginosa
Pero la pasión por las revistas, libros viejos y ediciones difíciles de encontrar es indeclinable y se potencia en la edad de la red, gracias a herramientas como Mercado Libre.
En este año pude conseguir las primeras ediciones de Amor brujo, de Roberto Arlt; la Carta a los poderes, de Antonin Artaud, y Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebreli.
Me gustan las experiencias estéticas intensas que se obtienen leyendo o escuchando música en determinados contextos. En algunos sitios de la costa ecuatoriana el mar brama de manera sobrecogedora. Es el escenario ideal para leer, en el medio de la noche, a los gritos, Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad. Heme aquí en la playa armoricana. Ya pueden iluminarse de noche las ciudades. Mi jornada ha concluido; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos”.
Los textos de Dino Buzzati huelen a bosque, el Bárnabo de las montañas, o El secreto del Bosque Viejo se vuelven mágicos leyéndolos en medio de un bosque de eucaliptos.
Pero la tecnología avanzada y permite experimentar nuevos placeres, como sentarse en la banca de un templo colonial quiteño y escuchar a todo volumen la Misa de Angelis, una obra maestra del monofónico, sin molestar a nadie.
Durante la pandemia, los peligros reales y mi hipocondría casi me paralizan. Acostumbrado a volar todos los meses para dictar conferencias, cursos, asistir a seminarios, de pronto me encontré recluido en la biblioteca-departamento en el que vivo desde hace más de treinta años.
Antes esta misma situación me habría condenado al ostracismo.
Sin embargo, nunca viajé tanto como en este tiempo de aislamiento. Pude mantener contacto permanente con académicos, políticos y personajes importantes de muchos países. Seguí en detalle todas las elecciones que me parecieron interesantes, participé de reuniones por Zoom con candidatos, equipos de campaña y presidentes.
Tantos años de docencia me permiten tener una red de ex alumnos y amigos en casi todos los países del continente, que me proporcionan encuestas e información actualizada.
En muchas ocasiones estuve mejor informado que los propios candidatos o líderes políticos.
Aparecí en los Pandora Papers, una lista de millonarios del mundo. Decían que fui propietario de empresas que tenían inversiones en minas norteamericanas y en Suiza.
Parece que figuré como socio en dos empresas que nunca operaron, fundadas hace veinte años por amigos y parientes. Nunca he participado de reuniones de empresas, me falta tiempo para hacer lo que me hace feliz.
Desde entonces recibo ofertas graciosas.
En la sociedad de la internet, algunas empresas consiguen direcciones electrónicas de potenciales clientes y tratan de vender sus productos.
Hay quienes me ofrecen automóviles con nombres raros.
Nunca me interesaron los autos, ni conozco nada al respecto. Hace dos años compré mi último coche, cuando me percaté de que el anterior, que me duró más de veinte años, tenía casetera. Es una pérdida de tiempo enviar catálogos para vender autos de alta gama a alguien que solo distingue la altura de los camiones.
Igualmente recibo correos con catálogos de joyas y relojes con precios exorbitantes.
Nunca pisé una joyería, ni me interesar comprar un pedazo de metal o un vidrio exótico. Tampoco relojes.
Tengo uno que me regaló mi familia cuando fui designado jefe de Gabinete y dos más que me obsequió una famosa presentadora de televisión argentina, a la que admiro, cuando fui a su programa. Me gusta guardar recuerdos, pero usar un reloj me estresaría.
No soy un cliente potencial para comprar cosas que no me interesan, pero seguramente figuro en una lista de magnates. Espero que me ofrezcan la posibilidad de viajar a la estratosfera, que es algo que sí me interesaría, aunque tal vez no lo pueda pagar.
La velocidad del cambio. El avance de la tecnología se acelera todo el tiempo. Según Raymond Kurzweil la ley de rendimientos acelerados establece que existe un incremento en la tasa de progreso tecnológico, social y cultural, que produce cambios cada vez más rápidos y profundos. Su velocidad crece exponencialmente todos los días.
La ley de Moore describió un patrón de crecimiento exponencial en la complejidad de circuitos semiconductores integrados y también una rebaja exponencial de sus precios, que los pone al alcance de más gente.
Kurzweil extiende esto a todas las tecnologías futuras, más allá de los circuitos integrados. Dice que siempre que un avance tecnológico se topa con una barrera, aparece una nueva técnica que permite superar ese obstáculo. La revolución que vivimos invade todas las esferas de la realidad, llevará a “cambios tecnológicos tan rápidos y profundos que significarán una ruptura en el tejido de la historia humana” y llegaremos a la singularidad tecnológica hacia 2045.
En el siglo XXI veremos en cien años un progreso equivalente al de 20 mil años
Un análisis de la historia de la evolución muestra que la velocidad del cambio crece de manera exponencial, contrariando la visión “lineal intuitiva” del sentido común. En el siglo XXI no experimentaremos el progreso de lo que habrían sido cien años, sino el de más de 20 mil años.
En pocas décadas, la inteligencia de las máquinas sobrepasará la inteligencia humana, llevándonos a cambios tecnológicos tan rápidos y profundos que significarán un nuevo salto en la evolución.
En la historia de la evolución, las formas de vida más complejas evolucionan mucho más rápido que las sencillas, con intervalos cada vez más cortos para la emergencia de nuevas formas.
El tiempo que se necesitó para que aparecieran seres complejos a partir de las algas rojas fue inmensamente más prolongado que el necesario para que aparezca el Homo sapiens a partir del Cromañón.
Actualmente tenemos la capacidad de diseñar con eficiencia, intencionadamente, cambios que reemplazan a los mecanismos relativamente ciegos de la selección por eficiencia de la evolución, lo que incrementa exponencialmente la velocidad de transformación de los seres humanos y de los objetos que controlan.
Al mismo tiempo que cambiamos el mundo, descubrimos formas más eficientes de comunicarnos y aprender, como el lenguaje corporal, la integralidad del mensaje, los números, el lenguaje escrito, la filosofía, el método científico, perfeccionamos los instrumentos de observación, la capacidad de los ordenadores para recopilar y procesar información.
Las transformaciones en todos los campos son cada vez más próximas la una de la otra.
En el plazo de sesenta años, la vida en el mundo industrializado ha cambiado más allá de lo reconocible, más de lo que pudieron imaginar quienes nacieron en la primera mitad del siglo XX.
La velocidad del cambio crecerá a límites no imaginables no solo con la internet 5G, sino con la computación cuántica, que potenciará la velocidad de las computadoras.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.