Como en las telenovelas mexicanas, o en las series de J.J. Abrams, vivimos pendientes de amenazas delirantes que después no se cumplen. Son siempre reemplazadas por elementos nuevos, que complican la historia sin necesidad, para aguantar, para que no termine. Si la historia se resuelve hay que empezar de nuevo, lo cual no le conviene ni al Gobierno ni a la oposición, ni a casi nadie que haya participado de los últimos veinte años en la escena pública argentina. La idea es estirar la simulación para siempre. Los hechos políticos de relevancia quedan librados al azar, son casualidades.
Esta noche veremos una de esas casualidades en el programa de Lanata: un VHS casero en el que Néstor Kirchner, emulando a Alberto Olmedo, manosea con lujuria la puerta de una caja fuerte y después intenta mantener en secreto ese exabrupto. Alberto Fernández, Lavagna, Moyano –los cómplices que apostaban a la beatificación de NK para salvarse– retroceden cien casilleros ante esa escena de apenas treinta segundos. La degradación moral de Kirchner era indisimulable. La vemos todos y la reconocía él mismo. También sus colaboradores, que hacían chistes al respecto. La ocultaron y siguieron beneficiándose de ella mientras pudieron. A lo máximo a lo que pueden aspirar, en el orden social sano que llegará algún día, es a no ir presos. Por eso prefieren que no llegue y aspiran a reciclarse en el modelo J.J. Abrams.
Pero la vida es más compleja, más parecida a Jurassic Park; se abre camino por donde puede. No hay manera de predecir cómo va a deslizarse la gota de agua sobre el antebrazo de Laura Dern. De pronto, un domingo, aparece el video de Estas cajas. Y otro domingo más tranquilo, invisible al radar de la política, un periodista de chimentos de esos que ni siquiera firman sus notas cumple en reportar que el vicepresidente y su novia gastan 120 dólares en un desayuno. Un detalle de color, sin importancia. La casualidad dicta que en el mismo restaurante estén desayunando Martín Lousteau y su mujer, Carla Peterson. Las dos parejas se ponen a charlar amablemente, y ahí tenés la foto que Lousteau –el farsante que inventó la 125 y casi provoca una guerra civil– no podrá refutar ni con mil intervenciones en los medios. Una amiga me dice: “Carlita y Agus a los besos, desayunando cinco AUHs: eso es la Argentina”.
Stephen Kotkin, que estudió como pocos la desintegración del stalinismo y la caída de la Unión Soviética, sostiene que estas casualidades no son tales, y que su influencia es considerable. Tendemos a pensar que fue la sociedad civil –la suma de organizaciones autónomas por fuera del Estado, a menudo en contra del Estado– la que derrocó al comunismo. En su libro Uncivil Society, Kotkin desafía esta percepción y demuestra que eso no pudo haber sucedido, por un motivo muy simple: en esos países de Europa del Este (como en la Argentina hoy) la sociedad civil no existía. Salvo en Polonia, la “sociedad civil” no fue causa de la caída del comunismo europeo, sino su consecuencia.
“Más allá de su importancia en términos morales, los ínfimos grupos de disidentes –intelectuales sueltos, la ‘antipolítica’– no constituían una sociedad de ningún tipo. Por el contrario, fue el establishment, la sociedad ‘incivil’, quien destruyó su propio sistema.” Hay algo fatalista en la consistente enumeración de ejemplos que ofrece Kotkin; sugiere que la manera de derrotar a los totalitarismos es esperar a ver cómo se autodestruyen. El lado bueno es que te convence de que no duran para siempre.
A quien dice “armá tu partido y ganá elecciones” o desprecia al periodismo alegando que la exhibición de atrocidades kirchneristas no es solución a ningún problema, podemos oponerle el libro de Kotkin, que prueba exactamente lo contrario. O citar la respuesta de Mike Campbell, el personaje de Hemingway en Fiesta, cuando le preguntan cómo perdió toda su fortuna: “En dos maneras: de a poco, y después de golpe”.
*Escritor y cineasta.