Por motivos de índole laboral, durante algunos días estuve dándole vueltas al teatro de Shakespeare. Utilizar la primera persona en una frase que incluye el apellido del inglés suena a pura vanidad, “Shakespeare y yo”, o, peor todavía, “yo y Shakespeare”, pero el caso es que durante esos días tendí a creer que Hamlet, príncipe de Dinamarca, se había convertido en un instructivo manual para interpretar los signos más visibles de la representación política nacional.
Como el instruido lector recordará, una madrugada, flotando a media altura entre las horrísonas sombras del castillo de Elsinore, el espectro del rey muerto se presenta ante su hijo, el príncipe Hamlet, para solicitar venganza: ha sido traicionado y asesinado por su hermano Claudio, quien luego del crimen se apoderó de la corona y desposó a la viuda, Gertrudis. Dudando de la realidad de las palabras del espectro, pero atento al relato del crimen, Hamlet organiza una velada teatral en la que se ofrece una representación del asesinato y durante la cual el príncipe observa atentamente a su tío Claudio: la turbación del tío es signo de su culpabilidad.
Tal vez por haber estado viviendo en ese clima, durante las horas en que se tributaron las sentidas honras fúnebres al ex presidente Néstor Kirchner me pareció estar asistiendo también a una suerte de representación de carácter teatral (quizá todo velorio lo sea, y si es de un ex presidente, desde luego mucho más). La idea de la traición –que supone una relación de orden personal, pero que el peronismo siempre aplicó entusiastamente al terreno político– flotaba en el ambiente. Kirchner, consumido por la pasión aplicada a su práctica, en realidad habría sido aniquilado por alguno de los que hubieran debido ser leales. De pie junto al féretro, Máximo, el hijo varón del difunto, vigilaba en los rostros de los presentes las señales de culpabilidad frente al hecho criminoso. Cuando se aproximó a brindar el pésame, Hugo Moyano fue recibido con absoluta frialdad, lo que parecía constituir una acusación en forma. ¿Habría deslizado venenoso beleño en el oído de Néstor la tarde anterior a su fallecimiento, cuando mantuvo con éste una discusión acerca de los asuntos del PJ bonaerense? ¿O fue cuando en el acto de River dejó traslucir sus deseos de convertirse en el primer sindicalista presidente de nuestra historia?
En cualquier caso, tras las exequias, y como era de esperarse, se encienden los seguidores teatrales para brindar contorno y relieve a las figuras de los deudos. Desde el oficialismo, Kirchner se alza grande y noble; desde los mercados, su fallecimiento dispara las acciones de la Bolsa, sobre todo aquellas que venían un tanto golpeteadas por las acciones del fallecido. Pero, como bien es sabido, ya no importan los dichos de un fantasma sino el modo en que su decir habita el cuerpo de los vivos. Ahora se trata de Máximo y de Cristina. Circula una pequeña leyenda sobre Máximo, la que dice que fundó la organización juvenil La Cámpora luego de leer El presidente que no fue, la biografía de Héctor J. Cámpora escrita por Miguel Bonasso; por algún motivo, la vida de ese hombre que tuvo la desdicha de participar en una serie de acontecimientos cuyo sentido se le escapaba habría inspirado en el joven un fervor setentista que renovó el fervor ya dormido de sus progenitores.
Así, Máximo habría creado a sus padres más de lo que éstos creyeron, renovando sus ilusiones: los padres habrían decidido reflejarse en el espejo que el hijo devolvía, con los tristes hechos del pasado vueltos una lírica y una causa. Así también, Hamlet crea el mito de su padre creyendo que cumple con su pedido.
En cuanto a Cristina, todo parece más sencillo: ahora la futurología se interroga sobre su condición de mujer y pregunta si deseará o no presentarse a las elecciones del año que viene. Pero ella parece ofrecer un margen de duda menor que aquel que a Hamlet le lleva a preguntarse por qué, después de haber amado a su padre ya espectral, su madre Gertrudis decidió entregarse a los abrazos del tío Claudio.
*Periodista y escritor.