La política exterior de Arturo Illia fue efímera, pero contundente. En tan sólo dos años y ocho meses, el presidente radical logró establecer un inteligente margen de maniobra con Estados Unidos. La tortuga –como la prensa argentina había calificado a Illia–, supo moverse con habilidad frente a la siempre desafiante águila estadounidense.
El punto más importante de esa autonomía podría marcarse en la visita que realizó en octubre de 1964 el presidente de Francia, Charles de Gaulle a la Argentina. El héroe de la Segunda Guerra Mundial representaba un polo de poder alternativo en Europa para la hegemonía que los Estados Unidos quería imponer sobre los aliados que habían derrotado a Hitler. De Gaulle siempre intentó demostrar que Francia no debía su libertad a Washington y que tampoco tenía que pedir permiso para ejercer su política exterior.
En Argentina, Illia parecía querer imitarlo. Por eso no llamó la atención la efervescencia que el francés provocó en Buenos Aires. Hasta la oposición peronista homenajeó al grito de: “De Gaulle, Perón, Tercera Posición”.
La IXº Reunión de Consulta de Cancilleres de la OEA de 1964 también marcó el equilibrio de Illia con Estados Unidos. Washington presionó para que los países del continente aislaran diplomática y comercialmente a la Cuba de Fidel y el Che. Pero Miguel Zavala Ortiz, el canciller de Illia, aceptó repudiar el régimen comunista aunque se pronunció en contra de una acción posterior.
Illia demostró que Argentina podía tener una política exterior madura con Estados Unidos. Sin vacías bravuconadas, ni humillantes seguidismos. Algunos diplomáticos argentinos aún no aprendieron la lección.