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La vida sigue igual

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“¿Alguna vez fue más fácil ser futurólogo? En la mayoría de los casos, desconfío de la profesión, ya que implica pronunciarse sobre acontecimientos que aún no han llegado, y por lo tanto nadie se hace responsable de sus errores cuando llegan, porque en ese caso ya no se trata del futuro, y por lo tanto no es algo que concierna a los futurólogos”. El que habla es Oliver Burkeman, que un par de viernes atrás escribió en el Guardian acerca de la facilidad con que todos, desde el ataque del Covid-19, nos hemos convertido, cada uno a su modo, que siempre es un poco improbable, en futurólogos.

En cierto sentido es un futurólogo aquel que en determinado momento, a través del barbijo, por televisión, personalmente o por chat, se pronuncia acerca de un cambio específico que tendrá lugar en cualquier campo: la educación o la economía, los viajes o el trabajo, las relaciones sentimentales o el deporte, la publicidad o la fabricación de sorbetes ecológicos. 

Burkeman no dice que todo esto sea necesariamente falso: no lo convence el hecho de que los artículos leídos en los diarios dan por descontado que en lo sucesivo la vida será distinta. “Es una de las pocas cosas que podemos estar seguros que no será así. A la mayor parte de nosotros [...] la vida nos parecerá normal”.

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Burkeman alude a dos tendencias: una es la adaptación o rueda hedónica, es decir nuestra tendencia a adaptarnos emotiva y rápidamente a los cambios, positivos o negativos, con el fin de volver a nuestor nivel base de optimismo o pesimismo. La otra es lo que los psicólogos llaman focusing illusion, esto es la tendencia a sobrevalorar el impacto de un único cambio en nuestra vida. El resultado de estas dos tendencias es que cualquier cambio futuro de nuestra situación –no poder seguir estrechando la mano del gerente de nuestra empresa, llevar el barbijo en lugares públicos, besar en la mejilla a cualquier desconocido, e incluso cosas más graves, como perder el trabajo o no poder compartir un mate en familia–probablemente influya en nuestra vida mucho menos de lo que pensamos.

“Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 nos dijeron que el mundo no volvería a ser el mismo, y no fue así. Salvo que para las personas directamente involucradas –tocadas de cerca por la muerte de alguien cercano, prisioneras en Guantánamo– en poco tiempo todo volvió a la normalidad. En la historia siempre ocurre lo mismo: cada vez que un gran acontecimiento altera la vida cotidiana de una civilización, esa vida cotidiana había nacido de una situación terrible provocada por la última gran alteración”. Esto no significa, prosigue Berkeman, que todo estará bien. Algo estará peor: un mundo con menos contacto humano y más desocupación será objetivamente peor, pero así como ocurrió después del 11 de septiembre de 2001 y de la crisis financiera de 2008, la vida seguirá teniendo un sentido.

En palabras de Milan Kundera, es mentira que la gente quiere cambiar el futuro, ese vacío indiferente que no le importa a nadie y nadie conoce; la gente quiere ser dueña del futuro para poder cambiar el pasado: “Todos luchan por entrar al laboratorio donde se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia”. Burkeman no cita a Kundera, pero sí al politólogo Mark Lilla, para quien el hecho de preguntarse cuán distinto será el futuro significa asumir un comportamiento pasivo. El futuro no existe, dice Lilla, somos nosotros los que hacemos que las cosas sucedan. Entre esos dos extremos –entre Kundera y Lilla– tendremos que vivir.