Al menos 12 indígenas murieron en los últimos tres años en Argentina como resultado de hechos de violencia, que no fueron adecuadamente investigados por la Justicia y que tampoco generaron respuestas políticas de los gobiernos de la Nación o las provincias. Estas noticias pusieron en la agenda de los medios nacionales la cuestión de los pueblos originarios. Existe, sin embargo, una problemática más profunda que está en el origen de los actos de violencia y que es común a toda América: la lucha por el territorio.
La nueva celebración del Día Internacional de los Pueblos Indígenas –el 9 de agosto, según lo fijó Naciones Unidas– los encuentra víctimas de marginación, discriminación y la violencia, como lo han sido desde tiempos inmemoriales en toda la región. En la Argentina, en particular, tenemos un Estado que, por omisión, vulnera los derechos que él mismo ha reconocido a las comunidades indígenas y que criminaliza, mediante la aplicación de la ley penal, la lucha de las comunidades en defensa de sus derechos.
El interés privado o estatal sobre las tierras que son propiedad ancestral de las comunidades indígenas aparece como la causa que subyace a la violencia. Argentina ha hecho grandes avances legislativos, pero eso no se ha visto reflejado en la realidad. Desde 1994, la Constitución Nacional garantiza a las comunidades la posesión y propiedad de las tierras “que tradicionalmente ocupan” y su participación en la gestión de sus recursos naturales. En 2006 el Congreso declaró la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras indígenas y ordenó relevar y regularizar la propiedad, a la vez que suspendió los desalojos mientras estas tareas se cumplían. Sin embargo, el plazo fijado vence en noviembre de este año y es poco lo que se ha avanzado en el relevamiento, mientras las comunidades siguen siendo víctimas de amenazas permanentes de desalojos.
Las novedades biotecnológicas y la llegada de la soja a regiones antes consideradas marginales desde el punto de vista agrícola han agravado la disputa por las tierras. En lugar de beneficiarse con el desarrollo económico, los indígenas, privados de voz en las decisiones que afectan a sus tierras, sus vidas y sus medios de subsistencia, sufren un nivel de pobreza desproporcionado. El acoso y la violencia no buscan otra cosa que despojarlos de sus tierras, mientras los gobiernos de la Nación y las provincias no cumplen con su obligación asumida local e internacionalmente de proteger a los pueblos.
La realidad de nuestro país no es distinta a la del resto de la región. El año pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció que el gobierno de Ecuador había violado el derecho a la propiedad y a la identidad cultural de la comunidad Sarayaku, que habita una remota región del Amazonas en ese país. Fue por la actividad de un consorcio de compañías petroleras –entre las que se encuentra una argentina– que, con autorización del gobierno ecuatoriano, había derribado árboles, cavado 400 pozos y enterrado cerca de una tonelada y media de explosivos en las tierras ancestrales de los Sarayaku. La Corte Interamericana determinó que Ecuador violó el derecho de la comunidad a ser consultada y a dar su consentimiento libre, previo e informado antes de que se autorizara el proyecto, en violación a la Convención Americana de Derechos Humanos y a la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, respaldada por todos los estados americanos, incluida la Argentina.
Al salvaje asesinato hace pocos días de una niña de la etnia qom en el Chaco se suman otras muertes y actos de intimidación, persecución y violencia. Desde Amnistía Internacional llamamos con urgencia a las autoridades provinciales y nacionales a diseñar, coordinar y adoptar políticas coherentes con los compromisos asumidos por nuestro país local e internacionalmente con relación a estas comunidades.
*Directora de Amnistía Internacional Argentina.