México tiene una democracia ejemplar, fruto en gran parte del trabajo del primer presidente del Instituto Federal Electoral, José Woldenberg, quien en uno de sus libros trata de entender qué explica las convicciones de los electores. Pensar que lo hace la publicidad o el marketing político es un disparate. Los seres humanos somos complejos como para que la reproducción reiterada de un mensaje o de una frase determine nuestras convicciones políticas. El autor habla del tema con profundidad y buen humor. Reproduzco casi literalmente estas páginas de su texto.
“Ha transcurrido un poco más de la mitad de la campaña presidencial y, según las encuestas, las intenciones de voto casi no se han movido. No voy a repetir las cifras que circulan por todos lados, pero lo más espectacular es que a pesar de gafes, resbalones, dimes y diretes, giras, pronunciamientos, spots para dar y regalar, sonrisas, besos a niños, jóvenes y adultos mayores (antes viejos), osos, asambleas, concentraciones multitudinarias y reuniones con grupos reducidos, y hasta un debate; el voto de eso que llamamos sociedad parece no moverse de manera significativa. No tengo la capacidad ni la intención de descifrar eso que denominamos convicciones “sociales” pero, al parecer, en materia de votos las preferencias parecen más sólidas que una roca.
Paso entonces a otro plano. Más personal. Imagino que a muchos nos ha pasado enumerar los defectos y hasta las taras que uno cree observar en los candidatos y recibir como respuesta: “no importa”, “es un asunto menor”, “perdonale esa falta”, “nadie es perfecto”. Ven lo que quieren ver y los datos y opiniones contrarios no pasan la aduana de sus creencias. Son asuntos de fe, en ocasiones de esperanza, y ni por asomo de caridad.
No voy a indagar por qué las personas piensan como piensan. Menos aún por qué creen lo que creen. Y soy incapaz de ofrecer una pista para comprender por qué no se mueven de sus certezas. Me aburren los que repiten que el poder de los medios ha generado multitudes de autómatas y me parecen deplorables los que niegan el gran impacto de lo que aparece en la radio y la televisión. Las personas viven atrapadas en redes familiares, de compañeros de trabajo, y de seguro también dejan su impronta. Pero la pregunta persiste: ¿Por qué con el transcurrir de las semanas parece que las preferencias no cambian de manera significativa?
Como el cerebro es una maquinaria indócil y sorpresiva, recordé la fabulosa película de Billy Wilder, Some like it hot (Una Eva y dos Adanes), cinta de la que por lo pronto sólo me interesa el final. Cuando los dos músicos que se han disfrazado de mujeres para escapar de los gángsteres, logran ponerse a salvo. Jack Lemmon (vestido de mujer) es la pareja de Joe E. Brown (o mejor dicho, así lo cree éste). Se alejan de la costa a bordo de una lancha de motor conducida por Brown (Osgood Fielding), mientras Jack Lemmon le dice:
—No me puedo casar contigo.
—¿Por qué no?
—No soy rubia natural.
—No importa.
—Fumo, fumo todo el tiempo.
—No me importa.
—Tengo un pasado terrible. En los últimos tres años viví con un saxofonista.
—Te perdono.
—Pero, no podré tener hijos jamás.
—Podemos adoptar.
—No has entendido (se quita la peluca). Soy un hombre.
—Bueno, nadie es perfecto.
En ese momento acababa la historia. Wilder y su coguionista (Izy Diamond) lo entendieron de maravilla: no hay evidencia que modifique una certeza bien grabada. No me interesan las lecturas que ven un amor homosexual encubierto. Son demasiado obvias y marcadas por su fecha de emisión. Lo cierto es que la frase, “nadie es perfecto”, en el contexto fársico de la película ilustra de manera inmejorable esa enajenación que impide a Osgood Fielding ver más allá de sus convicciones. El personaje es medio idiota, confiado, pero da la impresión de que ningún descubrimiento modificará su amor, su amor enajenado. ¿Será un pleonasmo?” ¿Tendrán esa fuerza las convicciones de los electores?
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.