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Apuntes en viaje

Las formas erráticas

Anida la mayor parte del tiempo en una ciudad de la provincia de Buenos Aires, aunque también se estira hasta la capital con cierta regularidad. Es hija única.

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Las formas erráticas. | Marta Toledo

Tiene los ojos moriscos diminutos, metidos detrás de una cara espaciosa que se estrecha en el centro pálido; el pelo ligeramente ensortijado imprime desconcierto. Su cuerpo es más bien cónico, suele meterlo en blusas o vestidos anchos, de telas sedosas y colores vesperales. Le apetece el mate, que atiende con fruición en la oficina o en la playa, pero también los cocteles animados con campari. Anida la mayor parte del tiempo en una ciudad de la provincia de Buenos Aires, aunque también se estira hasta la capital con cierta regularidad. Es hija única. Su madre murió cuando ella tenía ocho años, y desde entonces fortalece lazos con el padre, al que apodan Chueco, que es un gran tipo; a mandíbula batiente enfrenta las selfies que la hija ejecuta. Ostenta unos 55 años, cabello entrecano, al igual que la barba bouquet, remeras de AC/DC. Un sujeto canchero el Chueco. En ocasiones me convoca, con mi viejo hubiera querido tener algo parecido a lo que Mariana fecunda con su papá. Como sea, seguí con dedicación el viaje que mi amiga hizo junto a su novio, un ejemplar algo deslucido vale decir. Luce camisetas de fútbol, medias Tom y zapatillas Topper. Blancas, claro. Se llama Hernán y decía, en enero junto a Mariana vacacionaron en México, y como anclaron en Bacalar -uno de mis paraísos– monté el ojo otra vez. Tras el cuadro costumbrista, se agazapa la batalla de sustituciones.

Creé mi cuenta de Instagram el 5 de marzo de 2016, tres días antes de partir de viaje hacia Río de Janeiro. Al exfoliar esas primeras imágenes advierto tropiezos repetidos: la desviación excesiva hacia los filtros, la saturación de colores, el abuso de los recursos operativos de la cámara: cámara lenta, cámara rápida, y así. Tres sujetos brindaron su corazón en la primera publicación. No los conocía, siquiera por nombre. Hoy tampoco.

Dos meses después de viajar a Brasil, emprendí vuelo hacia Japón, donde pasé un mes y medio solo, sin trenzar palabra alguna, más allá del intercambio rengo con el empleado ocasional del fenomenal sistema ferroviario nipón. El teléfono y sobre todo las redes mantuvieron entonces las glándulas perceptivas encendidas. En ese viaje, lo recuerdo, fui progresivamente abandonando las funciones del celular que entorpecían las imágenes. De manera que a partir de allí son, si vale el rótulo, más sofisticadas.

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Luego, más viajes: Uruguay, Norte Argentino, México, Bariloche, Uruguay otra vez, Rosario, Tailandia, Vietnam, Chile y zás: corte, reflejo condicionado. Dos años sin nutrir la cuenta. ¿Qué estoy haciendo acá? ¿Quién es esta gente? ¿Qué quieren que haga? ¿Qué estoy haciendo acá? En esos años abandone también mi cuenta de Facebook, que nunca volví a utilizar.

Impulsado por la curiosidad supongo, en algún momento de ese lapso migré a Twitter, que abandoné el mismo día. Comprendí que incluso las formas soeces, aunque maquilladas, no dejan de lacerar. Digámoslo así: Twitter es la luz apagada. Es allí donde el mequetrefe introduce el espectáculo, la postura ante la imagen consagratoria. La corte de turiferarios, pero también el escuadrón canalla que alimenta con mierda nuestra vida cotidiana. Hoy estoy a gusto con mi cuenta de Instagram. Procedí a la ejecución del simulacro y en la intimidad de la noche descubro que cualquier forma del fracaso es regocijante. Quien quiere ver que vea, no tengo mucho más que mostrar que aquello que ven. Porque, como Mariana y Hernán, a mí también me reconforta salir a pasear los domingos por la plaza del pueblo.