COLUMNISTAS
Soledad

Las gotas de Rothko

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Flaubert. Le enviaba cartas a su amante Colet. | cedoc

Van tres horas de demora en el aeropuerto de Barcelona. Estoy frente a un gran ventanal. Ha dejado de llover y detrás del sarpullido del cristal, a lo lejos, se ve la franja azul, horizontal y oscura del mar, y por encima la mancha ahora más clara de un cielo celeste luminoso que, según gana altura, su coloración se disuelve gaseosamente en una tonalidad blanquecina. Parece un cuadro de Rothko.

Voy a una fiesta familiar y, como es un fin de semana de verano, hay miles de desplazamientos con todo tipo de inconvenientes.

Llevo en la mochila el libro con las cartas que Flaubert le enviaba a su amante, la poeta Louise Colet. El crítico y editor Constantino Bértolo dice que no hay que tomar aquí en serio a Flaubert: aunque las cartas incluyan referencias explícitas a la relación sentimental que une a ambos y ese sea, aparentemente, su fin principal. La estrategia del narrador, Flaubert, no abandona su condición de amante cuando habla de su labor literaria, opina Bértolo. No es el escritor Flaubert el que relata un problema artístico a la poeta Colet; sigue siendo Gustave, el amante solitario –hay que pensar que él está en Croiset y ella en París– que le habla a su amada Louise. En otras palabras: Flaubert intenta mantener vivo el objeto del deseo de su amante a través de un artefacto literario: el discurso amoroso continúa, aunque oculto, en el relato de su labor creadora. Flaubert construye una mentira vital a la altura de sus posibilidades para rozar un poco de felicidad.

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Cambiar el mundo

¿Qué es la felicidad fugaz o intermitente? Para Flaubert, trabajar en su obra todo el día y escribir las cartas a Louise. Con lo cual, por un lado, abarca lo sublime –es decir, un giro romántico– y por el otro, se ampara en la soledad como lo intenta cualquiera de nosotros. Mata dos pájaros con un solo tiro.

Han desaparecido muchas gotas del cristal de la ventana. Mi vuelo sigue sin tener una hora de salida y Rothko continúa siendo el paisaje de fondo.

Voy a una fiesta familiar, escribí más arriba. Seré el padrino de un niño. He sido formado en la tradición cristiana e, incluso, de niño ejercí de monaguillo en la parroquia del barrio. Pero hoy día me siento tan ajeno a aquel relato como cualquiera de alguno de mis amigos judíos ante la celebración del Shalom Zajar o la ceremonia de Bar Mitzvá.

Hace unos días, durante una comida, le conté esta circunstancia a un conocido y me dijo sin dejar de girar el tenedor ovillando los spaghetti: vos sostené el bebé y cuando el cura te pregunte si renunciás a Satanás, le decís que sí y ya está.

Gracias por el fuego

Tiempo atrás, teníamos en casa una bolsa con ropa que ya no usábamos y me fui hasta una iglesia cercana para entregarla en una suerte de organización caritativa que funciona junto al templo. Entré en la sacristía, dejé la bolsa y al salir sentí el murmullo que se escapaba por una puerta que comunicaba con la nave de la iglesia. Abrí la puerta y me quedé unos minutos observando a los feligreses entregados en silencio al rito del que no participo desde mi lejana pubertad. Sentí una atracción curiosa por esa quietud, esa entrega muda. Me sentí solo.

Mi amigo Alejandro –un pintor al que admiro– sostiene que frente a un cuadro de Rothko uno siempre está solo. Esos campos de color que se difuminan, que enlazan unos con otros, fundidos como si fueran el ensamble de nubes con distinta tonalidad, crean una atmósfera, un misterio difícil de descifrar, pero sencillo de comprender. Esos colores experimentan un mínimo temblor, una incandescencia que remite a cierta religiosidad, a un acto íntimo no ya de fe o trascendencia, sino de introspección hacia nuestra propia contingencia. Rothko sí se propuso alcanzar lo sublime y lo logró: levantó su personal, eficaz y pura mentira vital; su propia fe.

Frente al cuadro, frente a la vida, te quedás siempre solo, encerrado en tu propio silencio. El dinosaurio siempre está allí, te despiertes cuando te despiertes. No importa el día. Algo que al final se aprende a soportar pensando que esas gotas de lluvia que bajan por la ventana se escapan de Rothko y no de Dios (que no es lo mismo pero es igual).

*Escritor y periodista.