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Las mil formas del perdón

La filósofa Diana Cohen Agrest aborda la fragilidad humana en su obra Ni bestias ni dioses (Debate). El suicidio, el perdón, la tiranía del tiempo, el aburrimiento, la pereza, la felicidad, el autoengaño, la envidia, el morbo, el miedo, la vergüenza, la vejez, la muerte y la inmortalidad son los temas abordados desde el psicoanálisis, la sociología, la antropología y la literatura en un fino entramado filosófico.

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Es posible el perdón? ¿Puede una madre perdonar al asesino de su hijo? ¿Puede la víctima de la barbarie perdonar a su verdugo? “Dios, perdona nuestros pecados”, es una oración que precede al descanso nocturno. Pero Dios, todo lo puede. ¿Nosotros, seres humanos atravesados por nuestros propios límites, podemos hacerlo?
La escena, la figura y el lenguaje del perdón pertenecen a la herencia de las religiones monoteístas. Recogiendo el legado socrático de que caemos en el error por desconocimiento, se ha dicho incluso que quien peca lo hace por ignorancia. Este sentido es ilustrado por la interpelación de Jesús: “Dios, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), lo que sugiere que el desconocimiento fue considerado una condición que exime de culpabilidad y que vuelve a quien hace un daño, pasible de perdón.
El perdón es un fenómeno tan complejo que su análisis filosófico implica, antes que nada, deslindarlo de otros con los que suele confundirse fácilmente, recorriendo luego un itinerario cuyo hilo conductor puede ser resumido en los interrogantes: ¿Con qué otras figuras se suele confundir el perdón? ¿Es posible el perdón colectivo? ¿Es posible perdonar por otro? ¿Puede darse un perdón para sí mismo? ¿Se ha de perdonar siempre? ¿Se debe perdonar sólo ante el pedido de perdón? ¿Y qué perdonamos, a la persona o el daño? ¿Qué no es el perdón?
¿Cuáles son las figuras de seudoperdón que se suelen confundir con el perdón? Antes que nada, el perdón no es dejar de lado el mal sufrido y volver a la rutina cotidiana, haciendo un “borrón y cuenta nueva”, como si el agravio pudiera eliminarse por decreto o por un acto de buena voluntad. Lejos de ello, el perdón es un proceso penoso que se va viviendo a lo largo de cierto tiempo y, como tal, no puede darse mecánica o irreflexivamente.
El perdón tampoco es hijo del tiempo, como cuando se dice que “el tiempo lo cura todo”. De ser así, la rabia, la indignación, el odio y el deseo de venganza se irían debilitando hasta esfumarse. El perdón tampoco puede ser reducido a la desaparición de un sentimiento negativo (esa indignación, ese odio o ese deseo de venganza ante una ofensa). Porque, en ese caso, el tiempo del perdón se identificaría entonces con el tiempo del olvido y estaría a merced del efecto erosionador del correr de los días. Pero el perdón no es dejar que el tiempo cure las heridas.
De más está decir que modificar nuestras actitudes por interés suele confundirse con el olvido, pero no significa perdonar. Si bien para perdonar tenemos que haber superado parcialmente esos sentimientos, el perdón no puede reducirse a un abandono del rencor sino que se trata de un complejo proceso existencial. En El resentimiento en la moral, Max Scheler describe el autoenvenenamiento del alma y la autointoxicación psíquica que se sienten desde que la ofensa tuvo lugar y que tiñen la relación con el ofensor. Lo valioso, dice Scheler, no es eliminar estos sentimientos sino doblegarlos para poder perdonar, “acto que presupone el impulso de venganza, y que no consiste en la falta de este impulso”. Porque quien no siente sed de venganza, ¿cómo puede “perdonar”?
El perdón tampoco es una disculpa intelectual donde se proclama que no hay nada que perdonar, que nunca hubo ofensa ni ofendido ni ofensor. No se trata de perdonar sino de que nunca se infligió daño alguno. Esto no es un genuino perdón, a lo sumo es una estrategia política o una economía psicoterapéutica.
Mucho menos el perdón puede depender del arrepentimiento de quien nos hizo un daño, como el marido violento que, apesadumbrado, jura no volver a poner una mano encima. Aunque se suele mirar con simpatía esta línea de pensamiento, no convence. El arrepentimiento no garantiza que no se reiterará el comportamiento incorrecto en un futuro, dado que se puede caer en la tentación de faltar a la promesa contraída. Es posible que quien “nos falló” vuelva a hacer lo mismo, y una máxima prudencial podría ser “no esperes del mañana lo que no te dio ayer”, como canta Serrat en Pueblo Blanco. Y puede haber otras formas de maltrato no contempladas en esa promesa pero que son tan perjudiciales como las originales (quien, por ejemplo, se compromete a no volver a mentir, recurre a formas alternativas de ocultamiento o engaño).

¿Es posible el perdón colectivo? El perdón histórico o colectivo no es perdón, porque una disculpa pública por crímenes colectivos suele ser un acto demasiado abstracto e impersonal, psicológicamente distante de las víctimas como para alcanzar un verdadero perdón.
El jefe de Estado puede conceder un indulto, una gracia excepcional por la cual perdona total o parcialmente una pena o la conmuta por otra más benigna. El perdón tampoco es una amnistía, forma constitucional del olvido legal de delitos que extingue la responsabilidad de sus autores. No es la clemencia del príncipe, que suele ser un acto político de compasión de alguien con poder que se abstiene de castigar una ofensa.
En Sobre la clemencia, Séneca aconseja que el príncipe no debe perdonar todo, dado que es “igualmente cruel perdonar a todos que no perdonar a nadie” (I.II), porque ese perdón implica cometer una injusticia mayor hacia la víctima.

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Perdonar, tanto si es llevado a cabo por un rey o por la comisión de un club de fútbol, implica pasar por alto lo hecho, tratando con indulgencia al infractor, en particular liberándolo de las consecuencias merecidas de sus acciones. En todas estas situaciones se emplea la palabra “perdón” a lo que no es sino la respuesta a una ofensa donde se produjo la violación de un orden normativo, en cuyo caso sólo una autoridad formalmente constituida tiene el poder de condonar esa transgresión de la norma.

El rey condona una ofensa contra la ley, y aunque puede perdonar, o no, ofensas contra su propia persona, lo hace así en tanto y en cuanto las ofensas al monarca son ofensas contra el cuerpo de la ley. De modo semejante, cuando la comisión de un club condona la deuda de un socio, condona la falta a sus reglas societarias más que los perjuicios cometidos en contra de sus miembros. La diferencia crucial, por lo tanto, es que condonamos como funcionarios en roles sociales pero perdonamos en calidad de personas.

El perdón tampoco es la prescripción de un crimen. Cuando un crimen se declara imprescriptible, observa Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido, “la imprescriptibilidad significa que no hay razones para invocar el principio de prescripción”. Pero son los crímenes los que se declaran imprescriptibles, no los criminales. Y aunque se eliminan los plazos de persecución pública, el principio de imprescriptibilidad permitiría perseguir indefinidamente a los autores de crímenes aberrantes.

En L’ imprescriptible, publicado en 1971, Vladimir Jankélévitch concebía el perdón como una suerte de trueque o intercambio con el arrepentimiento: donde no hubo arrepentimiento, no hubo castigo. Y donde no hubo castigo, no puede haber perdón. Desde el momento en que ya no se puede castigar al criminal, uno se encuentra con lo irreparable, aquello para lo cual ya no hay expiación posible. Y de lo imposible de expiar, de lo irreparable, Jankélévitch deduce la noción de lo imperdonable, de aquello que no tiene perdón. Y de allí concluía que es imposible perdonar lo imperdonable. Lo imperdonable no se perdona.

Jacques Derrida objetó la asimilación de lo imprescriptible a lo imperdonable postulada por Jankélévitch, declarando que “el concepto jurídico de lo imprescriptible no equivale para nada al concepto no jurídico de lo imperdonable [las cursivas me pertenecen]. Se puede mantener la imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo tiempo al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y, no obstante, rehusar el perdón”.

Aunque se ha tratado de promover el perdón entre grupos de personas, como lo demuestran las comisiones gubernamentales implementadas para investigar la verdad de los hechos y buscar la reconciliación entre victimarios y víctimas de injusticias históricas, lo cierto es que este seudoperdón puede dejar intactas las heridas y las actitudes reactivas de las víctimas, quienes a menudo deben convivir con los victimarios. Pero, sobre todo, tal como afirma Ricoeur, en una dimensión social, histórica, el perdón crea impunidad, y la impunidad es una injusticia. No hay reconciliación de los pueblos. El perdón se sostiene, fundamentalmente, en la dimensión individual.

¿Es posible perdonar en nombre de otro? Por cierto, es posible “perdonar” a un ofensor por un daño del cual se es una víctima colateral; por ejemplo, los familiares de la víctima pueden “perdonar” al homicida. Pero el perdón como tal, en su forma más genuina, es prerrogativa de la víctima.

En su obra El girasol, Simon Wiesenthal narra un suceso de su internación en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Trasladado a un hospital en Lviv, una enfermera se le acerca y le pide que lo acompañe a una habitación en la que yacía un joven oficial de las SS gravemente herido. Al confirmar que Wiesenthal era judío, el joven narra una acción en la que había participado.
El grupo militar había incendiado una casa donde habían previamente encerrado a trescientos judíos. Mientras, arrojaban granadas y disparaban sin piedad a todo aquel que intentara huir de la casa. “Sé que lo que le cuento es horrible –confesó el oficial–. Durante largas noches en las que he esperado mi muerte, sentí la necesidad de hablar con un judío acerca de esta historia y de pedirle perdón. No sabía si aún existían judíos.” El oficial calló. Wiesenthal recuerda: “Recobré la compostura y, sin decir palabra, abandoné la habitación”. ¿Acaso no es un acto de soberbia arrogarse el derecho a perdonar algo tan atroz de lo cual no había sido víctima?

Al admitir un perdón “por delegación”, indirecto, el círculo de las víctimas podría irse ampliando. Si tomamos en cuenta las relaciones de filiación, los vínculos intergeneracionales, los vínculos comunitarios, ¿dónde establecer el límite de quiénes pueden conceder legítimamente el perdón? ¿Es posible perdonarse a sí mismo?

*Filósofa.