En los últimos meses, hemos sido testigos de un conjunto de fenómenos naturales que, con sus devastadoras consecuencias, han puesto de relieve nuevamente las discusiones sobre el cambio climático. Desde Harvey en Texas hasta el terremoto en Ciudad de México, pasando por la seguidilla de huracanes Irma, José y Katia que azotaron principalmente a las islas del Caribe, el continente americano se enfrentó cara a cara con algo que los/as científicos/as advierten hace tiempo: producto del cambio climático, los fenómenos naturales se han vuelto más frecuentes y severos. Sin embargo, a pesar de que estos afectan prácticamente a todos los países, las consecuencias no están distribuidas equitativamente y es la población más pobre –conformada en un 70% por mujeres– quien carga con el mayor peso.
Por lo general, las cuestiones vinculadas al cambio climático son analizadas sin perspectiva de género, bajo la falsa premisa de que mujeres y varones son afectados/as de igual manera. Sin embargo, este ángulo falla en reconocer que estos fenómenos (al igual de la mayoría) operan sobre una estructura social generalizada, donde mujeres y varones ocupan distintos roles que hacen que los efectos para unos y otras sean distintos.
A nivel global, las estadísticas muestran que mujeres y niños/as enfrentan mayores riesgos no sólo durante sino también luego de la ocurrencia de un desastre (lo cual sucede cuando no hay planes de evacuación, infraestructura adecuada, etc. que permitan hacer frente a los fenómenos naturales), dando por resultado una sobrerrepresentación femenina en los decesos ocurridos en estos contextos. La explicación detrás de esta dinámica es compleja y multicausal. Parte del impacto asimétrico se debe a que las mujeres son mayoría entre quienes habitan localidades propensas al riesgo y viviendas inadecuadas. También explica este fenómeno el hecho de que tienen menor acceso a recursos, una posición desigual en los procesos de decisión en el hogar y en su rol construido socialmente de cuidadoras cargan con la responsabilidad de niños/as o ancianos/as, lo cual dificulta sus posibilidades de escape en situaciones de emergencia.
Sin embargo, también es importante destacar que de la misma manera que el cambio climático no afecta de igual manera a varones y mujeres, el impacto tampoco se distribuye equitativamente entre todas las mujeres. Dentro de este grupo, las mujeres pobres que habitan en áreas rurales son quienes sufren las consecuencias más severas, ya que dependen de manera directa de los recursos naturales para su subsistencia. Así, a todos los factores de desigualdad ya mencionados, se suman otros específicos. Por ejemplo, en muchas zonas rurales de países en desarrollo, mujeres y niñas tienen a su cargo tareas vinculadas a la recolección de agua y materiales para calefacción. El cambio climático afecta las condiciones bajo las cuales se llevan a cabo estas labores (que son de por sí precarias y advierten sobre la falta de infraestructura), incrementando las distancias que deben recorrerse, los tiempos que se dedican a ellas y la calidad de los insumos, con implicancias negativas en términos de salud, seguridad, uso del tiempo, etc.
Trabajo agrario. Además, una importante porción de ellas se dedica a la agricultura (de acuerdo a la ONU, dos tercios de la fuerza laboral femenina en el sur global se encuentra en este sector), una de las actividades más afectadas por el cambio climático. Los/as agricultores/as se enfrentan a la pérdida de cosechas de manera cada vez más frecuente, las cuales constituyen en muchos casos sus únicas fuentes de ingresos y alimento. Esto también tiene efectos generizados, no sólo porque las mujeres están sobrerrepresentadas dentro de la población de menores ingresos, sino porque mujeres y niñas son más propensas a reducir su ingesta calórica como estrategia de protección del hogar, poniendo en riesgo su salud.
En Argentina la población rural ha ido decreciendo, ubicándose en torno a un 9% de acuerdo a datos del último censo (2010). La mayor parte de esta población es masculina, dinámica inversa a lo que ocurre en las áreas urbanas. Sin embargo, al igual que sucede en las ciudades, en las zonas rurales prevalece una brecha de género que incluso se amplía, poniendo a las mujeres en situación de especial vulnerabilidad.
En esta línea, vale la pena mencionar que la propiedad de la tierra en Argentina, al igual que en el resto del mundo, es fundamentalmente masculina. Esto, sumado al hecho de que las mujeres también encuentran dificultades en el acceso al crédito, limita sus posibilidades de elaborar e implementar estrategias productivas para desarrollar la actividad agrícola y hacer frente a los desafíos del escenario cambiante.
La situación en el mercado laboral evidencia también importantes asimetrías. Un informe llevado a cabo por la Unidad para el Cambio Rural en base a datos del censo 2010 (la mayoría de los relevamientos que se realizan en Argentina con mayor frecuencia están acotados a áreas urbanas) muestra que la tasa de empleo de los varones en zonas rurales se ubicaba en torno a 78,6, mientras que para el caso de las mujeres caía a 46,8 en áreas rurales agrupadas y a 37,7 en zonas dispersas. Esto implica una brecha de 31,8 y 40,9 puntos porcentuales entre varones y mujeres, número muy superior a los 24,5 puntos de diferencia registrados en áreas urbanas.
Esta situación es a su vez particularmente grave entre las mujeres jóvenes. Si bien la tasa de empleo de éstas se incrementó entre 50% y 70% –dependiendo de la región– entre 2001 y 2010, su incidencia como jefas de hogar aumentó más del 80% (con excepción de la Patagonia). Esto tiene implicancias directas en términos de pobreza, ya que a pesar de que en el período intercensal se registró una baja en el porcentaje de jefas jóvenes en situación de necesidades básicas insatisfechas, en 2010 aún un 42% de las jefas de hogar jóvenes en las zonas dispersas del NOA y un 40% en el NEA se encontraban en situación de pobreza estructural.
Dado este escenario de por sí complejo que existe hoy en día y con el panorama adverso que ofrece la situación global en cuanto al cambio climático, urge poner en agenda la situación de las mujeres rurales y pensar políticas públicas para combatir el cambio climático que apuesten por una agricultura sustentable con perspectiva de género. Un primer paso fundamental es contar con datos que permitan conocer con mayor frecuencia que los censos la evolución de la situación de las mujeres en zonas rurales, para poder así atender a las necesidades específicas de este segmento de la población.