“No todo está en el cuerpo”, dice un médico amigo. Y después se manda un par de reflexiones que agarrate fuerte para no caerte, como: “… claro que es difícil saber en dónde está el límite del cuerpo”. De acuerdo, pero hay que decir que me encanta oír estas cosas que ponen en duda lo que se llama “evidente” y que es, por lo menos, sospechoso. ¿Qué pasa? ¿Usted no está de acuerdo? Acuerdo o no acuerdo, me acuerdo y recuerdo eso que dicen los señores científicos acerca del cerebro, que viene a ser como si los sesos de cada uno, los míos, los suyos y los de los demás siempre que los tengan porque hay quienes no los tienen, estuvieran divididos como en parcelas, en pequeños lotes, cada uno dedicado a su especialidad que puede ser cualquier cosa, desde la comprensión del lenguaje hasta la capacidad de aprender origami, pasando por la valentía ante situaciones inesperadas, la velocidad de imaginación, la propensión a enamorarse equivocadamente, la sabiduría en artes culinarias o en cálculo infinitesimal o en arriesgadas jugadas de bolsa o el gusto por la guerra, el miedo a los fantasmas, la facilidad de palabra frente a multitudes, la manía del orden o del desorden, en fin, todo lo que viene pegado a eso que se llama personalidad. Es un planteo de lo más atractivo, y como es posible que sea falso de toda falsedad, muy fácil de aceptar y defender. Por ejemplo, tome usted su cerebro (es una manera de decir, porque tomarlo concretamente no va a poder) y examínelo a ver adónde reside cada rasgo de su personalidad. En mi caso la parcela correspondiente al cálculo infinitesimal directamente no existe, pero la de imaginar tramas intrigantes es tan extensa que casi se come a las adyacentes que vienen a ser las dedicadas a la reflexión lógica y al razonamiento austero. Pero la de la curiosidad es enorme, enorme, lo mismo que la de la desobediencia. Así que ya sabe: no me invite a jugar al ajedrez y más bien regáleme la enciclopedia que tenía su abuelito en el escritorio. Mil gracias.