No fue un giro de 180 grados en la política económica actual, como para llamar la atención. Pero no pasó por debajo del radar. La decisión del Banco Central de suspender la venta de pasajes al exterior en cuotas con tarjetas (método por el cual se venía vendiendo buena parte del negocio que comenzaba a resurgir luego de un año y medio de restricciones pandémicas) golpea más a la percepción que a las cuentas que el equipo económico mira hoy con atención: el nivel de las reservas internacionales.
Durante el último cuarto de siglo, la cuenta turismo alternó entre implicar una entrada neta de divisas (cuando no había multiplicidad de tipos de cambio) o una salida lisa y llana, especialmente cuando se retrasaba el tipo de cambio. Si bien los economistas se esfuerzan en mostrar que aún un dólar a $ 105 es un valor considerable en una serie histórica, la realidad muestra que, también añadiéndole los impuestos directos o disfrazados, y llevándolo a casi $ 190, la demanda supera las expectativas. Pablo Gerchunoff considera que la posibilidad de viajar al exterior está considerada por la clase media más que un símbolo de estatus, un bien intangible aspiracional.
La medida, un día antes de comenzar el denominado black friday, evento marketinero que tendría al turismo como motor de las compras online, no hace más que desnudar lo que era un secreto a voces: luego de la fenomenal expansión monetaria del tercer trimestre y lo que va de este, la presión sobre el tipo de cambio oficial, por los importadores de bienes y servicios (como el turismo) y los financieros o más libres amenaza con vaciar de dólares la cuenta del Banco Central. El goteo es interminable, pero también hubo algún salto disruptivo cuando hubo que hacer frente al pago de obligaciones internacionales que el Gobierno, más allá de la retórica de bajo vuelo, cumplió puntillosamente, además de las manos amigas que intentaron poner techo a la volatilidad del mercado cambiario. Operaciones con bonos para domar al “contado con liquidación” fueron posibles por el poder de fuego con que contaba el BCRA. Un culto a la tradición de la política económica argentina: hablar del dólar competitivo, pero pisar el tipo de cambio por las implicancias en el precio interno de los alimentos y la energía. Desde la mentada “tablita” de Martínez de Hoz hasta la desaceleración de la devaluación con Guzmán en este año electoral, el corazón de problema y la solución elegida fueron los mismos: anclar la inflación al tipo de cambio, esperando que la expansión del gasto vaya menguando. Pero esta elección tiene una consecuencia bastante previsible, aunque se quiera presentar como no deseada: la alteración de los precios relativos enmascarada en un promedio que no sirve para explicar los desequilibrios de buena parte de la economía doméstica.
Desde Martínez de Hoz, la solución elegida es anclar la inflación al tipo de cambio
Con un IPC con todas las chances para volver a estar encima del 50% anual, el desafío que se presenta a los negociadores con el Fondo Monetario Internacional es cómo restaurar paulatinamente la armonía interna sin desatar efectos asimilables a un Rodrigazo. Sobre todo porque hay tres precios que fueron deliberadamente maniatados durante la pandemia: el tipo de cambio (o la resistencia a blanquear un dólar financiero si es inviable la unificación del mercado), las tarifas de los servicios públicos (en las que el Gobierno cubrió la brecha entre los costos crecientes y las tarifas casi fijas con más gasto) y el precio de los bienes en el radar de los congeladores de precios. Cualquier cambio que se pida para desatar esos nudos implicará más inflación en el corto plazo. O lo que es igual, muestra que el actual nivel, ya de por sí en el podio de las economías más inflacionarias del mundo, es engañoso.
Hay una máxima en la estrategia corporativa que dice que no se puede controlar lo que no se mide. Llama la atención que no haya mediciones unívocas del talón de Aquiles de este programa económico que ni siquiera se autopercibe como tal: solo se informa con mucho retraso el nivel de las reservas brutas y nada de las que, al fin y al cabo, cuentan, que son las de libre disponibilidad. Ocurre que, cuando se llega al fondo de la caja, empieza a reinar el principio de la escasez: generar más dólares sin endeudarse solamente es posible esperando que las exportaciones arrimen billetes, restringir más aún las importaciones o insuflar confianza para que los argentinos se decidan a sacar lo que guardaron en sus colchones de todo tipo. La retórica, en esto, solo acompaña.
En un sistema democrático en el que la transparencia es un elemento esencial de la gobernabilidad y una exigencia de la ciudadanía, el Gobierno se esfuerza por decir que, también en el respaldo de dólares que dispone para hacer “sostenible” la política económica, está todo bajo control, aunque luego tome medidas que no se condicen con esta presunción. Como se comprobó con la etapa de oscuridad en los años del “dibujo patriótico” del intervenido Indec, sin un certero análisis de situación a disposición de los interesados, cualquier decisión estará envuelta en un manto de dudas. Gobernar es informar (bien).