Dicen por ahí que Pedro Ochoa fue un futbolista maravilloso. Jugó siempre para Racing, donde debutó adolescente, ganó tres títulos en los tiempos del amateurismo y se retiró apenas comenzó la Era Profesional. Cuando no jugaba para el club lo hacía por el seleccionado nacional, con el que ganó el Sudamericano de 1927 y la medalla plateada en los Juegos Olímpicos de 1928.
Cuentan, también, que fue Carlos Gardel quien le puso el apodo de Ochoíta. Gardel, socio de la Academia número 11.860 según los registros oficiales del club, lo cantó más de una vez en Patadura, ese tango que hablaba de “ser como Ochoíta, el crack de la afición”.
Una tarde imprecisa de un año indefinido, en una cancha que nadie afirmó haya sido el viejo estadio ubicado en el predio donde se construyó el nuevo, Gardel fue a ver a la Academia. En la platea, de traje y chambergo, estaba Ochoíta, el crack que, esa tarde, la afición se quedaba con las ganas de ver. “Hágame el favor, Ochoíta. Cámbiese y juegue un ratito para mí”, juran que le dijo Gardel. Y Ochoíta bajó, se cambió y jugó para el Zorzal Criollo.
No debe haber sido un partido oficial: los cambios recién se aceptaron en la Argentina hacia fines de los 60. O quizás, jamás sucedió aquello que algunos aseguran.
Las leyendas no se discuten: se aceptan o se rechazan.
Aun sin haberlo visto más que en fotos, Ochoíta debe haber sido para su época lo que el Charro Moreno, Pedernera o Tucho Méndez en los 40, Sívori en los 50, Corbatta y Ermindo en los 60, Houseman o Alonso en los 70, el Bocha, Diego, Borghi, Román o el Burrito Ortega en cualquier momento. Esos tipos únicos que te podían cambiar el día con una gambeta, un caño o cualquiera de esos gestos impensados que los bobos con parlante tienen el tupé de calificar según su productividad. Como si el fútbol cotizara en quintales, como la soja.
Sólo ubicarlo en este contexto alcanza para dejarse de discutir a Lionel Messi. Que es, además, mucho más que la mayoría de los genios que acabo de enumerar. Por cierto, todos los nombres que usted, indignado, quiera agregar, son absolutamente válidos: afortunadamente, quienes atravesamos el siglo XX camino al XXI hemos disfrutado de una enorme cantidad de artistas de la pelota. O del deporte que se les ocurra elegir.
Anteanoche, la Argentina llevaba una hora siendo un canto a la esterilidad, el desajuste, la imprecisión y el tedio. Muchos de nosotros hubiéramos apagado el televisor pronto de no haber escuchado el anuncio de que Messi saltaría a la cancha. Es más. Sé de unos cuantos que se lamentan entre sonrisas resignadas no haber aguantado más allá del primer cuarto de hora del segundo tiempo. En lo personal, aguanté un poco más casi por curiosidad. Aun temiendo que los gurkas de Bolillo Gómez lo revolearan por el aire, quería ver qué Messi nos deparaba este engendro de Copa América del Centenario tan plagada de equipos que no deberían jugarla en una sede que jamás debería haber sido.
No voy a contarles yo lo que vieron hasta el hartazgo. La síntesis de lo que hizo el rosarino en la noche de Chicago es mucho más conceptual que estadística. Con un puñado de pinceladas y en apenas veinte minutos de magia le dio sentido a una noche absolutamente desperdiciada.
Jamás sería meritorio para un seleccionado argentino derrotar al de Panamá que, además, jugó con diez desde el cierre del primer tiempo. Ganarles a los centroamericanos por uno, dos, tres o siete goles no movería sino el amperímetro de la decepción.
Sin embargo, la genialidad de este fenómeno grotescamente cuestionado bastó por sí sola para que millones de argentinos apagáramos la luz y nos tapáramos hasta las orejas con una emoción que sacudió nuestro castigado corazón futbolero.
Usted y yo sabemos lo difícil e infrecuente que es que una sola pieza modifique toda una estructura. Más aún, que la entrada de un solo jugador le dé vida a un equipo yermo. El deporte colectivo de hoy dice que eso ya no es posible. Y en los espacios en los que se impone la dictadura de los técnicos, más aún.
La gran discusión que muchos argentinos instalaron sobre Messi es su presunta incapacidad para ser el mejor del mundo en esas grandes finales que venimos perdiendo. En efecto, ni aquella final del Maracaná con los alemanes, ni la del año último en Santiago con los chilenos ofrecieron la mejor versión del fenómeno. Hasta les daría la derecha considerando la posibilidad de que este asunto de no haber ganado un título con el seleccionado mayor se le haya convertido en una obsesión que lo disfraza temporariamente de terrenal.
No es culpa de Messi que tantos compatriotas consideren asunto menor sus títulos con el Sub 20 o la medalla dorada olímpica que ganó en Beijing. Pero es probable que, a esta altura, él también crea que todo aquello que ganó con la celeste y blanca no consta en su historial.
¿De verdad se nos destiñe Messi porque el mano a mano con Neuer se le fue por un costado? ¿O porque el Pipita no alcanzó a desviar esa genialidad fuera de contexto en el ocaso de la pésima final del Estadio Nacional?
¿Realmente Messi necesita ganar una Copa América o un Mundial para convencernos de que verlo jugar es, siempre, una experiencia extrasensorial?
¿Será que le reprochamos que no nos haga definitivamente felices? ¿O será que no comprendemos que la felicidad por verlo levantar una copa dura lo mismo y vale mucho menos que cualquiera de esas maravillas que regala de a centenas año tras año?
De tan ridículo, sólo pensarlo me da risa. A veces,a nosotros, queribles argentinos, se nos confunden los tantos. Y le pedimos a un deportista lo que deberíamos exigir de un intendente, un gobernador, un ministro o un presidente.
No se puede comparar cuánto más importa en un país como el nuestro tener buenos funcionarios que campeones de fútbol. Sin embargo, mientras votamos a Menem, De la Rúa, Scioli o Boudou y dejamos nuestras vidas en manos de Cavallo o Kicillof, resulta que el malo es Messi.
Su rato en Chicago tuvo la lógica del Marlon Brando de Apocalipsis Now al que le pagaron cuatro millones de dólares –de fines de los 70– por una presencia de diez minutos en la pantalla. Más allá de la genialidad de Coppola, de las nueve nominaciones y los dos Oscar, para muchos lo distintivo era tener al fenómeno de Un tranvía llamado deseo otra vez frente a sus ojos. Aun panzón y alcohólico.
De eso se trata Lionel Messi, y no de otra cosa. Ganar, gana casi todo el tiempo. Ligas de España, Copas del Rey, Champions League, Mundiales de Clubes y Supercopas de Europa. Como profesional, lleva anotados tres goles cada cuatro partidos. Pero sobre un total de casi setecientos partidos, lo que equivale a cerca de sesenta partidos por año, eso que la mayoría de los mortales explica que no se puede hacer, por aquello de que nadie aguanta jugar domingo, miércoles y domingo.
Miren si habremos tenido posibilidades de disfrutarlo. Siempre y cuando su lógica no sea la de calificar todos a partir de la presunta trascendencia, podemos sentirnos inmensamente felices por haber sido contemporáneos de semejante monstruo.
Luego, si para usted, con total derecho, lo único que vale es ser campeón, modestamente le sugiero que se ahorre el disgusto de ver a Lionel jugar partidos que, de acuerdo con su criterio, son irrelevantes por el solo hecho de no ser finales. Digo mal. No se trata de finales cualquieras. Tienen que ser finales de Mundiales y Copas Américas. Todas las otras, ya las ganó.
Personalmente, no necesito que Messi gane nada para mí. No aspiro a endiosarlo porque me permite gastar a un chileno o a un alemán. En todo caso, tengo motivos cotidianos para gozarlo: Messi es siempre uno de los míos. Es celeste y blanco cada vez que lo veo jugar.
Eso me pasa. Eso, y que sigo creyendo que El Aleph es una maravilla. Aunque los noruegos se nieguen a darle el Nobel a Jorge Luis Borges.