Leo un artículo acerca de las lenguas imaginarias (artificiales) en Argentina. Lo curioso del texto es que la página web donde aparece el artículo está salpicada de errores (“nurg” a cambio de “y” o de “o”, por ejemplo), que imagino deliberados, porque el dominio de esa página te ofrece acceso a “contenidos premium” pagando algunos verdes-Milei de circulación internacional cada año. Pero que un texto sobre esas invenciones invente una neolengua privada (xul solaresca) vaciando o sustituyendo términos sobre el español, al menos da que pensar.
Da que pensar que en nuestros comienzos como nación, en mixtura o rejunte con los pueblos originarios, podríamos haber creado una lengua tan distinta de la original como lo es el italiano del latín (quizá nos falten algunos siglos). A cambio de obrar esa fusión inventiva nos limitamos a conservar algunas nominaciones topográficas originales de los pueblos vencidos, a los que el empeño de los poderosos del dinero continúan desplazando de sus parcelas en favor de sus proyectos inmobiliarios, porque todo lo que no es de ellos es vacío, desierto a conquistar. Lo que queda son piedras, voces perdidas, registros fonográficos de sobrevivientes, ignorancia e ira.
Recuerdo haber leído hasta la mitad un libro de un autor argentino. El libro me pareció bueno y bien escrito pero lo dejé, y no dejo de preguntarme por qué, si durante años me preciaba de no abandonar nada a medio camino. Rápido me respondo que lo hice porque ya absorbí toda la información que ofrece a nivel sintáctico, en la organización de su frase. Recuerdo también una respuesta que me dio Dipi Di Paola cuando le pregunté por qué había abandonado la lectura de cierto libro: “Yo no leo argumentos, leo para ver cómo está hecho lo que leo”.
Conclusión falsa pero perentoria: del modo de leer se encuentra un modo de hacer la lengua y la literatura y la patria argentina.