Leí el otro día en Clarín un artículo titulado “Tradujeron el Quijote al chino ‘de oído’ y sin saber español: cómo resultó ese personaje”. Y más abajo, una bajada que informaba: “Publican en castellano el texto que un estudioso había hecho, en 1922, por lo que le contaba su ayudante, que lo leyó en inglés”. Según consta en la nota, el erudito Lin Shu publicó en 1922 la primera traducción al chino de Don Quijote de la Mancha. Luego la nota compara la traducción (retraducida ahora por una sinóloga) con el original de Cervantes. Esta es la retraducción al castellano de la traducción al chino de Lin Shu del comienzo de la novela: “En La Mancha había un lugar, un lugar cuyo nombre no es preciso que mencione, a medias situado entre Aragón y Castilla. En aquel lugar vivía un hombre apegado a las antiguas tradiciones que gustaba de usar lanza y adarga, caballo veloz y perro cazador”. Y este es el original de Cervantes: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. No está nada mal, teniendo en cuenta un dato clave, que ya había sido sugerido en el título del artículo: Lin Shu no hablaba castellano. Escuchaba lo que un ayudante le iba contando a raíz de su lectura –e interpretación– en inglés de las versiones que circulaban entonces del Quijote. Ahí la cosa se vuelve mucho más interesante, o dicho de otro modo, maravillosa, casi diría un modelo de traducción: la verdadera traducción es aquella que se hace desde un no saber. Desde la incerteza. Desde la falta. Desde la ausencia. No hace falta aclarar que no hablo mandarín clásico, pero no hace falta: puedo afirmar sin dudas que no hay mejor traducción de Cervantes al chino que la de Lin Shu.
Conozco otros casos, creo que podría haber allí hasta una historia lateral de la traducción. La de Ferdydurke, en el bar Rex de Buenos Aires, es muy citada, pero no por ello menor. Al contrario, es una historia mayor en la cultura literaria del siglo XX: la de Gombrowicz traduciendo su libro en voz alta del polaco a un castellano aproximativo, para luego ser reescrita a un español deforme por un conjunto de escritores argentinos más uno cubano. Conocí a Marina Tsvetaeva por Tres poemas mayores, que Hiperión, publicó hace décadas en una traducción firmada por Elizabeth Burgos y Severo Sarduy. ¿Sarduy sabía ruso? Por supuesto que no. Burgos tradujo el “sentido” de los poemas y Sarduy luego le puso “pluma” (¡una Tsvetaeva barroca!). Está también la traducción en otro sentido, como la traslación no de un libro, sino de una cultura entera, de una cultura en otra cultura. Si hay un autor en esa línea, ese es Lafcadio Hearn. Inglés, nacido en 1850, luego de diversos viajes y peripecias, ya con 40 años, se afincó en Japón para nunca más volver. En 1894 publicó Visiones del Japón menos conocido, el primero de los 12 libros que escribió sobre las costumbres japonesas, sus leyendas, sus cuentos tradicionales y su modo de vida. Pero falta un detalle: nunca aprendió japonés. Las historias se las contaba Setsuko Koizumi, su mujer, que hablaba perfectamente inglés, descendiente de una familia de samuráis, con quien tuvo cuatro hijos. Por cierto: Hearn es uno de los más grandes escritores del fin del siglo XIX.