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Otra vuelta de tuerca

Cuando se descubre y desarrolla un medicamento, la empresa farmacéutica lo patenta para que nadie más pueda fabricarlo.

Vacuna Sputnik V
Vacuna Sputnik V | Cedoc

Si hay un tema que debería estar en la discusión pública, o mucho más, no solo en la discusión pública, sino en la organización popular, en las militancias, en la presión social, en el discurso de los intelectuales e incluso en el de los gobiernos de los países periféricos como el nuestro, es el de la liberación de las patentes de las vacunas contra el Covid-19. Sin embargo, poco o nada de eso ocurre. ¿Debería repetir por enésima vez la frase atribuida a Jameson: “Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”? No lo sé. Sé, en cambio, que la ausencia de inmensas manifestaciones reclamando la liberalización de las patentes informa mucho sobre el clima de época. Pero no seamos pesimistas: ¡cualquiera de estos días llega la vacuna de Sigman & Slim, nos curamos y podemos volver a llenar los shoppings, el sueño final del capitalismo en clave kirchnerista! 

Según la definición del diccionario, las patentes protegen la propiedad intelectual de un producto para que no pueda copiarse y producirse de manera libre y masiva. En la industria farmacéutica, cuando se descubre y desarrolla un medicamento, la empresa patenta su descubrimiento para que nadie más pueda fabricarlo. Esto le permite controlar el precio y la producción, lo que a su vez puede generar precios elevados y medicamentos que son inaccesibles para los más pobres o para los países o zonas geopolíticamente enfrentados con los propietarios de las patentes. Pero, ¿qué significa “su descubrimiento”? ¿Es realmente “suyo”, de las empresas, de los accionistas, incluidos los fondos buitre de inversión que apuestan en varias de ellas? Para desarrollar una vacuna hace falta profesionales formados por universidades, muchas de ellas públicas. Trabajadores que ofrecen su fuerza de trabajo. Voluntarios de diversos países y edades, que participan gratuitamente a cambio de una eventual dosis en el futuro pero que, para poder desarrollar el experimento en forma colectiva, necesitan de autorizaciones y recursos que brindan los estados. 

¿Los Estados? La crisis de los estado-nación es un tema visible y estudiado desde hace tiempo, pero pocas veces tan evidente como la escena de ver a los Estados (algunos de ellos muy poderosos en términos económicos y militares, como los europeos, en los que al menos dos tienen, por dar un ejemplo, bombas atómicas) suplicando a los laboratorios la entrega de vacunas. 

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Los presidentes y ministros, aquí y allá, van hasta la pista de los aeropuertos a recibir a los aviones cargados de frasquitos, igual que como yo hacía cuando era chico y venía mi abuela Clara, que vivía en Coney Island, Nueva York, con valijas llenas de regalos (en esa época Ezeiza tenía una hermosa terraza que daba a la pista. Qué emoción tenía cada vez que aterrizaba el avión). Si no reclamamos la liberación de las patentes en medio de la primera pandemia estrictamente global de la historia, ¿cuándo lo haremos? Me temo que nunca.

Ay, soy un señor de edad, del tiempo en que al principio de todo esto Zikek y otros suponían que el Covid-19 desembocaría en alguna clase comunismo o algo por el estilo, que remitiría a nuevas formas de solidaridad. Hoy queda claro que asistimos a una vuelta de tuerca aún más profunda del orden neoliberal, del gran capital internacional y sus flujos financieros, mediáticos, militares y medicinales.