Los libros de Elvira Navarro no llegan a Buenos Aires. Y quizá está bien que así sea: los buenos libros se hacen desear. Nada me es más ajeno que los libros que se encuentran fácilmente, para eso ya están las arvejas en el supermercado (me da una inmensa tristeza escuchar a los autores llamar a las editoriales para quejarse de que su libro no se encuentra, por ejemplo, en una gran librería de Cabildo y Juramento… ¡Pues mejor!).
Navarro nació en Huelva en 1978, y en España publicó los cuentos de La ciudad en invierno, en el sello Caballo de Troya, y más recientemente, en Mondadori, La Ciudad Feliz, donde reúne una novela breve y un relato más corto. La novela breve –llamada Historia del restaurante chino Ciudad Feliz– narra, con elegancia casi clásica, la venida y la instalación en España de una familia de inmigrantes chinos.
En un pasaje cinematográfico, escribe: “Cuando las escasas mesas se llenaban, el abuelo le obligaba a acechar a los clientes para que se empapara del idioma. El abuelo le decía: ‘Acércate sin que se den cuenta’, dándole un pellizco en el brazo como señal de lo que le sucedería si se le ocurría no obedecerle. Chi-Huei se acercaba, y los clientes le dirigían sonrisas y le preguntaban su nombre y edad, y entonces el abuelo iba detrás, le traducía y le decía en español lo que tenía que responder, y Chi-Huei contestaba. Luego el abuelo se lo llevaba dando a entender que había sido ocurrencia de niños molestarlos, y el juego empezaba de nuevo en la siguiente mesa”. Pocas escenas en la narrativa reciente dan cuenta del choque lingüístico, de la extranjería ante todo como un asunto del habla, con la justeza con que lo hace Navarro.
Hace un siglo, en Buenos Aires había una inmensa cantidad de inmigrantes o hijos de inmigrantes. Era corriente escuchar los diversos acentos extranjeros en la calle. Halperín Donghi, en Son memorias, dedica una bella reflexión al tema. La pérdida de acentos en la vida cotidiana es un rasgo del empobrecimiento de nuestra ciudad. Y si la inmigración de otros países latinoamericanos encontró poco eco en las novelas recientes (Cucurto y sólo algunos más) es porque la invisibilización social del extranjero es uno de los pasatiempos favoritos de la cultura argentina.
Recuerdo ahora también un pasaje conmovedor e intelectualmente impecable, en Los planetas de Sergio Chejfec, en el que un padre judío que habla yiddish le recomienda a su hijo que desconfíe de los que hablan sin acento. Otro momento muy logrado es la introducción a Falsa calma, de María Sonia Cristoff, en el que la narradora recuerda la locura utópica de su abuelo por reproducir su Bulgaria natal en la Patagonia: “Aunque mi padre nació en medio de la Patagonia, todos a su alrededor hablaban Búlgaro (…) se había comprado un reducto próximo al río Chubut (…) en el cual, con el pretexto de cultivar, se dedicó a refundar su propia Bulgaria. Con el tiempo logró que estuvieran ahí, como clones perfectamente logrados, los animales, los ritmos de la cosecha y de las lluvias, el yogur que hacía mi abuela, las revistas en caracteres cirílicos y los amigos búlgaros que lo visitaban de vez en cuando”.
Y, probablemente, el más radical proyecto literario sobre la tensión entre las lenguas: las novelas de Roberto Raschella, en especial la primera, Diálogos en los patios rojos, publicada en 1994 por la editorial Paradiso. La obra de Raschella contiene una profunda ambición: fundar una nueva lengua, un nuevo habla que se desprenda del italiano y del castellano de Argentina. No el cocoliche, sino otra cosa: una lengua otra (la memoria de la lengua perdida, de la lengua por llegar). Es hora de volver a leer a Raschella, rodeados, como estamos, de tanta literatura convencional.