Cometo una pequeña injusticia, podría decirse una concesión el mercado, al tamaño de una editorial al detenerme, como pienso hacer a continuación, en Cuadernos de lengua y literatura, volúmenes V, VI y VII, de Mario Ortiz, recientemente publicado por Eterna Cadencia. Comento la injusticia, digo, porque vengo leyendo a Ortiz desde el primer volumen sin haber escrito hasta hoy una sola línea sobre su obra. Así que debería primero mencionar a Vox, Cooperativa Editorial El Calamar, Gog & Magog, 17 Grises y La Propia Cartonera, pequeñas editoriales en las que fue publicando los tomos anteriores, algunas de ellas con catálogos notables. De hecho, nunca escribí tampoco sobre Temas de crítica y estilo, de Héctor Ciocchini, precisamente publicado por 17 grises, libro que me hubiera gustado editar a mí mismo –si yo fuese editor– y sobre el que habría que volver una y otra vez. Aclaración que remite a la pregunta por la relación entre lectura y escritura. Todo lo que leemos, todo lo que leemos y nos conmueve, todo lo que nos hace pensar y nos perturba, ¿debe desembocar en una columna dominical? A veces pienso que la mejor forma de proteger, de atesorar la experiencia de lectura de un gran libro es, precisamente, no hablar de él. Aunque, por supuesto, éste no es el momento de adentrarse en el arriesgado y erudito estilo de Ciocchini, ni mucho menos en los meandros de la tensión entre lectura y salario laboral, sino de señalar que Eterna Cadencia tomó la sabia decisión de publicar a Ortiz, quizás en el momento preciso, adecuado para que la obra de Ortiz alcance nuevos horizontes de lectura.
Pues, no voy a ser yo quien reseñe el libro (arte que olvidé para siempre: no sabría cómo hacer para reseñar un libro de manera pertinente), pero sí quisiera demorarme en una clave de lectura, oculta –o tal vez visible, lo mismo da– en su segunda y tercera página: el momento en que describe que la represión organizada “por el capitalismo puro y crudo” ocurrió “en la Nochebuena del año 2009”, para luego aclarar: “Lo mismo que en la dictadura. Lo mismo que en 1907”. Esa frase encierra el riesgo del precipicio: la posibilidad concreta de la caída en algún tipo de revisionismo (la historia siempre es la misma, idéntica a sí misma), en una trivial noción de repetición, en una comparación de trazo grueso. Pero inmediatamente, el texto señala: “Y entonces la necesidad de la filología. Precisamente”. Es que una página atrás, después de describir una clase universitaria de latín hecha a base de agudos juegos de etimologías, la narración hace un punto y dice: “Cuando terminó (…) sobre el pizarrón estaban escritas más de 25 o treinta palabras en una letra inclinada y de trazo rápido. Para muchos de mi generación, escribir en Bahía Blanca supone todo esto”. Y trescientas páginas más adelante, en la 306, de manera casi programática, completa: “Cada objeto y cada letra reclamaron un acto de atención. Sólo entonces revelaron su propia historia, sus condiciones de uso y las circunstancias del abandono final”. Si Cuadernos… evita la tentación revisionista, es porque la historia no es pensada como mera repetición, sino bajo el método de una filología a la que bien podríamos llamar genealógica: es a través de la genealogía, del develamiento de las relaciones de fuerzas que atraviesan la lengua y la literatura, que se repone la pregunta por la historia. Frente a la estandarización de la lengua que propone la época, Cuadernos…, en la herencia de Ponge, reinstala la inquietud fundante de toda literatura crítica: la que “reclama un acto de atención” para cada objeto y cada letra.