Me contaron (no sé si es cierto) que los clubes de remo del Tigre siguen existiendo, pero con la particularidad de que allí ya nadie rema. Un lápiz me llevó a acordarme de esa curiosidad. Resulta que hace un par de meses escribí que los libros de la editorial Vinilo eran en su mayoría ejercicios de taller literario. La directora de Vinilo se enojó con algo de razón, ya que exageré un poco. En principio, la idea de publicar libros chicos y bien diseñados me resultó atractiva y, de hecho, disfruté de algunos de ellos. De la época en que me los mandaban gentilmente, me quedó uno por leer, que venía con una presentación especial: envuelto en papel de seda y con un lápiz adentro, un lápiz amarillo muy lindo, bien afilado y con goma de borrar. El otro día Flavia necesitaba un lápiz y se lo regalé, con lo que el libro quedó al descubierto.
Se trataba de La pasión y la condena de Juan Villoro, subtitulado “Viaje en torno de una mesa de trabajo” y con un prólogo de Leila Guerriero. Ya que estaba desempaquetado, lo empecé a leer por el prólogo, que empieza diciendo que se trata de un libro en el que un escritor “reflexiona acerca de la escritura”, género del que pone como ejemplo “el genial y generoso e imprescindible mientras escribo, del genial, generoso e imprescindible Stephen King”, (la repetición, no es mía). Empezamos mal, pensé. Pero seguimos peor: el resto del prólogo es un acto de empalagosa adulación hacia el prologado, de quien se elogia su capacidad de pensar y escribir como nadie, pero hacerle pensar a sus lectores y colegas que cualquiera podría haberlo hecho.
Pero es paradójicamente cierto que cualquiera podría haber escrito el muy chato texto de Villoro, cualquiera que no entienda de qué se trata la literatura. Es que, en medio de una catarata de nombres célebres, de lugares comunes y ejemplos irrelevantes (“Günter Grass escribe de pie”), Villoro usa a Thomas Mann para decir que un auténtico escritor sabe que escribir es difícil porque “hay que escoger entre una palabra y otra, eliminar repeticiones, evitar la rima involuntaria, esquivar el adverbio estruendoso y el adjetivo exagerado, encontrar el tono justo, colocar una alusión que evite la literalidad”, un compendio de todo aquello que practican los periodistas deportivos y los redactores publicitarios, mientras que un escritor ideal sería el que puede prescindir de esa elegancia de repostería, de esas frases redondas que hacen exclamar a los familiares y prologuistas “qué bien que escribe” para desnudar a la escritura de sus taras.
Fue a esa altura que me acordé de los extinguidos remeros del Tigre. Imaginé que no reman, pero se siguen reuniendo para celebrar los aniversarios y pronunciar discursos alusivos. Como Villoro escribió La pasión y la condena para leerlo como conferencia inaugural de un festival en Valparaíso, lo imaginé como el presidente de un club de remo hablando para los socios y asumiendo su representación. Imaginé también a Guerriero como presentadora del discurso en calidad de secretaria de prensa, haciendo el elogio de la trayectoria del presidente como remero. A veces, me da por pensar que la literatura se reduce a las actas publicadas de esas reuniones de remeros que se congratulan entre sí aunque hace tiempo que se remataron los botes.
No te enojes, Joana, pero el libro es muy malo.