El viaje es vida regalada, lujo, espiritismo. Pero también, y por qué no, una excusa formidable para ceder al cansancio y empezar a concebir ideas perniciosas, que están siempre agazapadas entre las ideas verdaderas. Cuando uno viaja (cuando yo viajo) arrastra una valija más pesada de lo necesario y es fácil dejarse llevar por el hartazgo, la impaciencia, la argentinidad mal escondida. A lo mejor por eso he querido ensañarme con Luxemburgo.
Es una noción generalizada que resulta válido reírse de aquello que es pequeño cuando no tendría que serlo. Todo lo que es chico es presa fácil de la burla, sobre todo si se trata de un paraíso fiscal. Los cachorros son más graciosos que los perros, los bebés inducen a la sonrisa mucho más que las personas. Atravieso Luxemburgo con amigos belgas. Mientras ellos buscan comprar unas pantallas para teatro (parece que acá son más baratas), yo sólo voy dispuesto a la sorna. ¿Qué es este sitio? ¿De qué error de los mapas, de las guerras, de las placas tectónicas o del azar surge este ducado?
El centro, dicen, es precioso, pero como vamos a Francia y con apuro me contento con conjeturar en la autopista, vacía de almas o señales. Pasamos por unos barrios intrigantes, que parecen esas partes de Pilar que dan a la Panamericana. Sólo que no hay nadie. No hay nadie en la perfecta escenografía de las casas, no hay nadie tampoco en el negocio de venta de pantallas (que debe ser –qué duda cabe– otra pantalla). Una excavadora que está haciendo mantenimiento nos hace parar un largo rato en la ruta desierta. Pero es notorio que la excavadora finge un trabajo que no es tal. No hay nada que trabajar, no hay camino que reparar, y –sobre todo– no hay trabajadores que hagan todo eso.
Un país que vive de los bancos, de sus maquinaciones de papel. Y de PayPal, que tiene sede aquí. Pido a mis amigos nombres de artistas luxemburgueses destacados. No pueden nombrarme escritor, ni actor, ni pintor, ni músico ni coreógrafo. Alguien recuerda a un fotógrafo que hizo famosos los inviernos neblinosos; es posible que la fotografía surja allí donde hay paisaje mucho mejor que la literatura, el teatro o la canción.
Los restaurantes son todos italianos. Y están cerrados. En el campo se aburren unas vacas enormes y marrones. La zona industrial erige edificios al estilo de Mies van der Rohe en medio de pastizales anodinos. Pero, ¿dónde están todos? ¿En los bancos? Cuesta creerlo.
Es cierto que sólo pasamos por el borde de una ciudad (la única) en un país diminuto que habla dos o tres idiomas y un dialecto pero, de puro resentido, la vida en esta periferia se me antoja insoportable. Lo mismo parecen pensar franceses, alemanes, belgas y vecinos, que cada vez que oyen hablar de Luxemburgo tienen un chiste listo en la punta de la lengua.
Luxemburgo no es un país, es una ocasión gratuita para reírse sin sentido de la pálida vida que propone la riqueza.