Es difícil organizar lo que sucede en la política argentina. El camino más sencillo es seguir algún interés personal en juego. Los protagonistas apuestan a corto plazo si conseguirán un puesto elegible en las listas de las próximas elecciones. Esa es la meta olímpica. Asumo el riesgo de mi juicio: la política argentina nunca fue tan asquerosa. Ni los ciudadanos ni los que compiten por su voto se ocupan de algo diferente a consolidar una tabla de posiciones.
Por eso la actualidad política es mortalmente aburrida. Repito una frase clásica: este capitalismo es la repetición de lo siempre igual. Es injusto responsabilizar solo a la gente que se desinteresa, cuando repite la frase “son todos lo mismo” y desliza a toda velocidad el feed del celular, donde las cosas parecen siempre iguales, salvo las noticias policiales que se siguen con la constancia que se depara a una buena novela que promete, a diferencia de la buena literatura, finales idénticos. La gente ejerce su derecho de buscar la repetición y hartarse enseguida de lo idéntico con la esperanza de que el próximo asesinato o suicidio tengan peripecias distintas.
La emoción política no es solo producto de andar por la calle en manifestaciones organizadas por burócratas y señoritas bien vestidas. Los que andan por la calle saben que les toman lista y que deben estar allí porque, caso contrario, una o dos ausencias pueden causar la pérdida del plan social o de un auxilio a medianoche cuando se necesita urgente una ambulación para morir o parir.
Salvo en la dictadura, no recuerdo un país más desarticulado e indiferente
He vivido distintas argentinas, incluido el horror asesino de la dictadura militar. Sin embargo, si pongo entre paréntesis a la dictadura, no puedo recordar un país más desarticulado en sus ideas, menos politizado en sus preferencias, más indiferente en todo lo que concierne a lo público, excepto aquello que lo afecta de forma estrictamente personal.
Vivimos un individualismo de masas. La fórmula parece contradictoria y lo es porque describe una situación donde intereses y estrategias para alcanzarlos no encuentran un camino adecuado. La decadencia de la democracia comienza cuando las consignas y los caminos para que influyan en la realidad no encuentran ni ideas ni táctica.
No somos nada. Se ha destruido el sentido colectivo. Las movilizaciones nos confunden, porque son la organización burocrática de las necesidades, no la forma de expresión popular de reclamos que superen el cortísimo plazo. Por supuesto, no hay que echarle la culpa a los movilizados sino a aquellos que viven de movilizarlos. Se ha perdido todo ideal de mediano plazo, que es la extensión imprescindible para encarar cambios. Solo quedan en pie las necesidades y su ritmo es la urgencia. Para los pobres no hay lugar para que la coyuntura puntual se extienda en el tiempo y organice su participación, que consiste en el intercambio entre marchar y recibir algún plan o alguna bolsa de alimentos. Las capas medias y altas todavía se sienten relativamente cómodas en el manejo de un consumo desanimado por la inflación en concurso con la costumbre y el deseo. Este es un territorio preparado por nuestra historia reciente para agitadores estilo Milei.
Hay un territorio preparado por la historia reciente para agitadores estilo Milei
Manda el corto plazo. Se repiten muchas pavadas contra los partidos políticos. Sin partidos políticos que organicen las fuerzas sociales, solo hay indignados, cuerpos sufrientes y bronca sin posibilidad de elegir un destino. Quisiera tener hoy partidos como el justicialismo de 1973 o el radicalismo de 1983. No ganaron la batalla en los años siguientes, pero comprobar sus fracasos no implica adjudicarles toda la responsabilidad sobre la decadencia. Gobernaron como pudieron, dentro del horizonte que hacía posible sus límites sociales e ideológicos. También acertaron a darle otros sentidos a lo público y en defender nuevos derechos.
Fracasaron porque sus ideas fueron equivocadas o insuficientes, sus diagnósticos fueron apresurados, sus dirigentes no estaban a la altura de los cambios que pedía la época. Pero algunas fechas nos recuerdan, como 1916 o 1945, que se definió el acceso universal de nuevos derechos que cuando se anulaban desencadenaron grandes conflictos. Y hay que recordar que no todos esos conflictos fueron negativos, sino que restablecieron y ampliaron lo que se había conquistado.
Hoy vemos un panorama casi inverso. Algunos dirigentes parecen haber entendido el pasado de las últimas dos décadas y los errores cometidos. Pero ese es, precisamente, un pasado, y la comprensión parece ser tardía. Otros dirigentes quieren ser lo nuevo a los gritos, porque han llegado a la triste conclusión que nadie escucha sino lo que se vocifera en frases elementales que nada explican.
La nueva política de esos dirigentes es un cementerio de restos que, en el pasado, ya fracasaron. Incluso cuando gobernaron dictaduras militares, algunos políticos señalaron salidas practicables, que podían conducir a etapas diferentes, cuyo horizonte tenía la fuerza de movilizar a otros dirigentes y sus organizaciones.
La Argentina se parece hoy a la idea que, desde este sur de América, muchos teníamos de naciones que calificábamos como inviables, aunque poseyeran riquezas materiales. En 1976, cuando llegó la última dictadura, quienes se exiliaron en Venezuela tenían dos sentimientos: agradecían a ese país el haberlos recibido generosamente, ofrecerles trabajo y restituirles parte de lo perdido. Pero también creyeron que la Argentina era diferente de toda esa América Latina y que volvería a demostrarlo estableciendo, una vez más, una superioridad cultural y política. Hoy, con la mitad de los adolescentes fuera de la escuela, aquella fue la última esperanza, aunque pareció cumplirse durante algunos años después de la restauración democrática de 1983.
Ese año pertenece al pasado y evocarlo no implica una mágica restauración, sino comprobar que algunas ideas pudieron convertirse en realidad. Una realidad frágil que hoy fue reemplazada por el ideal de un capitalismo duro, a lo Milei, o por un populismo para el que ya no quedan recursos.
Hay que tener plata y mucha suerte para convertirse en un empresario exitoso. No depende solo del talento sino de la base material y los apoyos socioculturales desde los que el talento pueda desarrollarse. De la villa no salen empresarios, salvo los de la droga al menudeo. Ni siquiera los gerentes de ese comercio.