“Cuando un actor quiere discutir su personaje, le pido que repase el guión. Si necesita saber algo sobre su motivación le digo: ¡es tu sueldo!”
Alfred Hitchcock (1899-1980)
La isla de Aruba forma parte de las Antillas Menores y es la más occidental del grupo de Sotavento, al sur del mar Caribe. Playas con arena blanca, clima perfecto, sol. El 1º de enero de 1986, unos meses antes de que River ganara la Intercontinental frente al Steaua de Bucarest con el Bambino Veira, por fin consiguieron el estatus de Autonomía Dependiente del Reino de los Países Bajos. Un año de conquistas históricas.
En fútbol, desgraciadamente, no les va bien. Ocupan el puesto 197º entre 200 países del ranking de la FIFA, superando a las Islas Vírgenes, pero por detrás de Mongolia. Y bueh. Han sido eliminados del próximo Mundial y el verdugo fue su clásico rival, Antigua y Barbuda, que les ganó los partidos definitorios; 1 a 0 allá, y 3 a 0 en Aruba, con baile. Los tienen de hijos.
La Liga local es muy pareja y los que pelean por el título son Estrella y La Fama, dos clubes bien tradicionales de la isla. Por cierto, existe un Riverplate que navega tristemente por mitad de tabla. La semana pasada jugaron con el último, Jong Aruba, y no le tuvieron piedad. Fue un 5 a 0, fácil. Qué vivos.
La bandera de Aruba es muy bonita. Azul, con dos franjas amarillas paralelas y muy juntas que la cruzan horizontalmente. Una estrella muy pequeña de color rojo con filetitos blancos se ve sobre el ángulo superior. Este déjà vu Boca Juniors resultó el ganador absoluto de un concurso donde compitieron otros 630 diseños. Fue oficializada como enseña patria el 18 de marzo de 1976 y desde entonces, claro, ése es su Día de la Bandera. Mientras los fuegos artificiales estallaban en el cielo de Aruba, aquí mismo, el 18 de marzo pasado, River presentaba su nueva camiseta con Enzo Francescoli, un prócer, y el gran Zinedine Zidane. Vidas paralelas.
¿Qué tendrán en común esa lejana y paradisíaca islita auriazul y River? Ah, no sé. La comparación es culpa del inconsciente de Aguilar; dicho esto con todo respeto. A ver, hablo de los vericuetos de su mente, de lo nunca expresado y enunciado en los fallidos o en la elección de las palabras; Freud, Lacan, Jung, esas cosas, no sé si me explico.
Dicen que el cabaret de Boca ahora se mudó a Aruba. Amores encontrados, traiciones, conflictos; todo el show se deslizó desde Riquelme y sus torturados, hasta los inaccesibles pasillos del Monumental. Puede ser. Aunque para hablar de cabaret en serio, permítanme aclararlo, haría falta un mayor nivel. Más respeto señores, que la reina del cabaret berlinés donde brillaba la música de Kurt Weill y las letras de Bertold Brecht en los años 20 era la Dietrich. El Angel Azul. La mujer de las piernas más hermosas del mundo. No existe un par que pueda comparársele y esto se torna evidente si analizamos con espíritu crítico las desangeladas extremidades de este plantel. ¡Volvé, Marlene!
Sin embargo, los hinchas no la extrañan a ella –lo bien que harían–, ni a Liza Minelli. Ni siquiera a los desopilantes carteles de publicidad del célebre cabarute Bacará, anunciando allá por los años 70: “¡Esta noche, 15-criaturitas del señor-15, muchachos!”. No. Ellos extrañan a su fetiche; a su ídolo, a su dogma de fe. A Ariel Ortega, tan perdido en Mendoza, algo deprimido o sufriendo la inevitable sombra del ocaso. Pretender que ese hombre que ya dejó bien atrás su momento de esplendor cargue con un peso que hoy no es capaz de soportar es algo tan cruel como argentino. A un tipo duro como Perón, por ejemplo, le costó la vida. Ojalá el Burrito encausara la suya de una vez, aunque su mágica cintura a lo Rojitas pase a ser sólo un recuerdo. El tiempo es un ladrón, sigue cantando Peter Hammill. Y, sí.
Simeone ganó su primer campeonato en Estudiantes, anduvo flojito el siguiente y en River repitió la historia: título y posterior caída en el rendimiento. Con una diferencia; en Estudiantes lo peor que podía pasarle era discutir con Verón. En River, no ganar es pecado mortal. En los clubes grandes la obligación es ganar como sea. Las hinchadas no tienen piedad con quienes fallan. Se convierten en una patronal inflexible que ajusta a los bifes. Piden cabezas, exigen despidos ya. A la calle todos. Lindo país para practicar ese deporte.
La excusa de que los gritos de Simeone marean a su jugadores –a los de River, porque en Estudiantes nadie se apunó, parece– y que tanta táctica termina por confundirlos es menos inconsistente que ridícula. A Basile lo echaron porque, decían, no trabajaba. Y a Borghi lo devolvieron a Chile porque era tan “raro”, como La Volpe. ¿Les dicen cosas complicadas, muchachos? ¿Son muy difíciles? ¿Relevos, coberturas, ganar espacios, presionar, pivotear para la llegada del volante? OK, les presto Ser y tiempo de Heidegger, lo leen un ratito y después me cuentan que onda, ¿sí?
Simeone me sigue pareciendo un técnico bárbaro, todavía en proceso de maduración. Grita demasiado, es verdad. Porque es así, y porque así lo piden, de otra forma la FIFA no hubiese inventado ese estúpido corralito para que se exhiban sin pudores frente al público.
Ya ni siquiera sé si sus jugadores son tan malos como parecen. Quizá sean almas en crisis acongojadas por el mal clima, tan melancólicos, tan sin esperanza ni fuerzas. Culpa del Sopa Aguilar, de la oposición, de Carolina Baldini, el Teto Medina, los contratos millonarios, las botineras, la revista Caras o la crisis de los mercados.
Quizá sea, nomás, ese sol cegador de la Aruba azul y oro; o esas maravillosas pero tristes canciones del cabaret berlinés, quién sabe.