Se despertó enfermo. El roble comenzó a dar sus primeras hojas de primavera y de inmediato la copa se puso cenicienta y las hojas novísimas volvieron a caer al suelo, como si fuera un otoño de treinta grados.
Nunca en los últimos cuarenta años había sucedido algo parecido (el roble debe de tener ochenta, por lo menos). Escribimos de inmediato al INTA, les mandamos fotos.
Nos preocupaba la dignidad del árbol mismo, en cuya fortaleza mitológica siempre quisimos reconocernos, pero además temblábamos de calor ante la sola posibilidad de que careciera de esperanza. Su copa inmensa, donde viven cientos de pájaros, arroja sombra sobre el techo de la casa, todas las tardes de los tórridos veranos que padecemos.
Del INTA nos contestaron de inmediato: nos pidieron que les lleváramos “una muestra de ramitas cortadas en el día, con hojas afectadas, en una bolsa plástica translúcida, bien cerrada y con suficiente aire en su interior”. Espero que podamos obener un diagnóstico biológico la semana que viene, y que haya algún tratamiento que sirva para eliminar la plaga que afecta al gigante europeo en el que tanto confiamos.
Pero igual, ya nunca será lo mismo. Porque ahora sabemos que el que estaba para protegernos necesita también de nuestros cuidados y la vejez es eso: la conciencia repentina de que todo lo que dábamos por hecho (la inercia ante los cambios atmosféricos, la íntima relación con los ciclos de la tierra, el agua y el aire, la alegría propia y compartida con los otros) se convierte de pronto en una frágil relación que no funciona bien sin asistencia.
Sisi (la perra más vieja) ya no ladra de noche y necesita de nuestro estímulo para moverse.
Sabemos que más tarde o más temprano lo que vive declina y se integra al polvo del que alguna vez provino. Pero nunca pensamos que cualquiera de nosotros habría de sobrevivir al roble, al que juzgábamos tan eterno como el agua y el aire.