Una se repite, es inevitable. Hasta hubo quien dijo que un escritor escribe siempre el mismo libro. ¿Repeticiones?, claro que sí. En mi caso, los árboles. Me interesan, y ando preguntando sus nombres, si dan flores, si se pelan en invierno, esas cosas. No llega a ser manía, pero los tengo siempre presentes y los prefiero a cualquier muro, cerco, adorno, pared, tapia o malecón.
Estoy con aquel señor viejo que se estaba muriendo pero salió trabajosa, dolorosamente a su jardín para abrazar uno uno sus árboles. “Tengo que despedirme de ellos”, dijo. Y yo lo entiendo, si los árboles son seres vivos, nos reconocen y nos saludan. Y nos protegen. Y a mí por un pelo que no me mata la pena y la indignación cuando miro la vereda de enfrente de casa pero una cuadra más hacia el sur, en la que han ido sacando todos los árboles. ¿Puede haber algo más irracional, más cruel, más estúpido? Aparte de que es dañar la ciudad y a su gente solo porque hay hojas llevadas por el viento, polen y “suciedad” como dicen los ignorantes, el pretexto es que los árboles no dejan ver el frente de los negocios, cosa que en muchos casos es una suerte. Y yo pregunto, los que sacan árboles, ¿no tienen piedad?, ¿no se dan cuenta de que hieren y matan a un ser vivo?, ¿no saben que no se debe blandir el hacha contra la carne que lleva la savia?, ¿en qué mundo viven?, ¿en qué mundo quieren vivir?, ¿en el polvo, la arena y el viento?, ¿sin agua, sin verde, sin fresco, sin descanso? Yo no. En ese mundo de sol y sed no, no quiero vivir.