“Comencé muy alto y he sabido labrar mi propia decadencia.”
Oscar Wilde (1854-1900)
Diez años es la medida del límite en Argentina. Eso duró la Década Infame, el primer Perón, los Sábados circulares de Mancera, el Menem alto y de ojos celestes, la convertibilidad de Cavallo y el Boca hegemónico que planificó Macri con Bianchi, Palermo, Riquelme, Battaglia, Abbondanzieri, Ibarra, como estelar elenco. Durar más es difícil. Los 20 años de Tinelli ya son un exceso imperdonable y los 30 de Grondona, la eternidad misma. Too much.
Nadie tiene en su casa el póster del pobre Ischia. Por eso, en plena Bombonera y apenas terminado el partido contra Defensor, que eliminó al Xeneize de la Copa, sonó más graciosa que patética la obsesión de los cronistas por decodificar lo que pomposamente llamaron “el veredicto del pueblo de Boca”. Lo mataron; lo culparon de todo, le gritaron cualquier barbaridad. ¿Qué otra cosa podía pasar? Su aporte esencial a la causa, además de entrenar al equipo, excomulgar a Caranta y bancarse al mánager, era preparar su lustrosa calva para que sirviera de fusible en caso de un eventual cortocircuito. Y como la infausta noche del jueves resultó ser Chernobyl... chau. Más tarde o más temprano le cantarán el out y gracias por todo. No será gratis.
Con los próceres vestidos de corto, la historia es muy diferente. A ellos sí se les perdona todo en reconocimiento a su gloriosa trayectoria. Sus nombres vivirán eternamente en la memoria de la sagrada institución... siempre que tengan el buen gusto de pasar al bronce lo más rápido posible, no sea cosa que a algún espontáneo se le ocurra hacer un asadito con sus impecables camionetas de vidrios polarizados. Los adoran.
La burocracia del éxito boquense tuvo un final extrañamente gris, tibio; monocorde, como el canto casi profesional de la hinchada. El enganche melancólico mantuvo su cara de fastidio infinito en la cancha y no ha sido menos amable en la derrota que cuando todo era euforia a su alrededor. Riquelme nunca quiso ser amigo de sus compañeros de trabajo y lo dijo con claridad: coherencia no le falta. Los demás, salvo el milagroso Palermo, están en problemas. Los chicos están verdes, los maduros caídos y los demás, con un pie y medio afuera. El equipo ya no es tal. Se viene una crisis profunda en el barrio de las aguas turbias y la pesificación. No será fácil para nadie.
“Perdón por mi ignorancia”, ironizaba Borges cuando estaba de buen humor, y ésa es una frase que bien podría hacer suya Montenegro, fresco capitán maradoniano. “No sé si jugamos tan mal”, “no sé si el resultado fue justo”, “no sé si somos los únicos culpables”; “no sé”, adora repetir el bueno del Rolfi, aun después de que Independiente se coma de a cinco y con baile. Y bueh. Otro que duda es Gallego, que llegó dispuesto a jugarla de Bogart y terminó como Francella, a medida que las cosas le iban saliendo cada vez peor. No sabe a quién poner, no sabe a quién sacar, ¡y encima le traen Menotti como gurú! Qué caos. El equipo hace años que es una lágrima, nadie se hace cargo y el nuevo estadio... bien gracias dice el presidente Comparada, otro que no ha tenido suerte a la hora de elegir. Igual que los socios, me dicen.
Para colmo, esta tarde se las verán con un River que históricamente los ha tenido de hijos. ¿Entonces? Nada. Aceptémoslo: este escuálido choque entre dos grandes venidos a menos no le mueve un pelo a nadie. Mil veces más atractivo pintaba el clásico del sur entre Lanús y Banfield, o el duelo a todo o nada entre San Martín de Tucumán y Gimnasia La Plata. ¿Puede ser? Y... sí. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, cantaba el catalán.
Hoy River ni siquiera da cabaret. Más bien se parece a una triste pelea de consorcio con amenazas entre vecinos, cuentas impagas, cambio de llaves y un administrador cuestionado. Tienen más candidatos a presidente que jugadores. Uno puede verlos sonriendo en los carteles, prometiendo la gloria eterna como predicadores de televisión. Amén.
Ver a Gorosito, su técnico, gritándole “mentiroso” a un periodista frente a las cámaras dio vergüenza ajena. No viene bien el pobre Pipo, desde la época en que ninguneó a Lanús mediante una curiosa y muy personal encuesta de hinchas, 70 a 30, en favor de Banfield. Mala idea. Una bandera le contestó sin anestesia: “Gorosito: 70% boludo”. Su equipo hace agua: floja defensa, Buonanotte no crece, Falcao sigue muy solo arriba y Fabbiani funciona mejor en los sketches de Tinelli que en el área. Un karma.
Lo de Racing es otra historia. Su trágica decadencia es estructural, por lo que la curva descendente es más suave, casi amable. No está tan mal. Ese abismal conflicto ontológico por el ser, por salvar la vida o el trasero, es de todos modos más atractivo que los conflictos inmobiliarios del vecino y la tristeza de niños ricos que hoy aqueja a un San Lorenzo sin Ideas, tan opacado por el rating de “Gran Cuñado”.
Algo raro pasa. Tenemos un negro en la Casa Blanca, dos rusos blancos en el trono de Muhammad Ali, un Carlitos que deja atrás a Ferrari en Mónaco y cinco grandes dando lástima, por acá. Uf. Todo patas para arriba. Lanús, Colón, Vélez, ¡Huracán! Gente rara allá arriba, en lugar de los de siempre. Revolución. ¿Revolución?
Mmm... Tranquis, muchachos, que esto es fútbol. Nada más que eso. Da para cualquier cosa, es cierto, pero pasa rápidito. Como casi todo lo bueno.