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Los caminos inciertos

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La película más divertida que vi en 2015 fue Puente de espías, de Steven Spielberg. No es perfecta, tal vez porque el guión es de los hermanos Coen. No es que a los Coen les falten ideas, pero su indudable ingenio está limitado por la costumbre de mostrarse por encima del material, de hacer ese guiño que le aclare al espectador que no son ingenuos (ni los hermanos ni los espectadores). Spielberg, en cambio, padece del síntoma contrario: su ingenuidad puede ser, por así decirlo, demasiado hollywoodense. Aunque tal vez esa contradicción entre el cinismo de unos y la tibieza del otro le permita a la película ser festiva, aunque suele mantenerse al borde de un abismo moral. En todo caso, la víctima de estas tensiones es Tom Hanks, cuyo personaje tiene que cargar sobre sí las sombras del Gran Lebowski o del asesino Anton Chigurh, pero también de Lincoln, de Schindler o de John Quincy Adams, es decir, una imposible síntesis de los trabajos previos de actores tan distantes entre sí como Jeff Bridges y Anthony Hopkins.
Pero aunque lo atraviese cierto humor nihilista, el abogado James Donovan que hace Hanks resulta finalmente otra criatura spielbergiana que, en un momento de su vida, pone su particular habilidad y su espíritu competitivo al servicio de una causa noble y, al hacerlo, se modifica a sí mismo como personaje. Esa es una posibilidad de la que carecen los personajes de los Coen, mucho más afines, evidentemente, al imperturbable espía soviético Rudolf Abel. La gran química entre los dos personajes parece revelar que la relación profesional entre Spielberg y los Coen fue exitosa hasta el punto de que Spielberg le cede el último chiste (en realidad, la forzada repetición del mismo chiste) al ruso.

Bromas aparte, todos estos nombres (Donovan y Abel, pero también Allan Dulles y Gary Powers) fueron parte de la historia de la Guerra Fría, un período que ha quedado un poco en el olvido, pero que estuvo a punto de hacer saltar el planeta como consecuencia de la explosión de bombas termonucleares. Lo que cuenta Puente de espías es fascinante por tres motivos. Uno es que, en circunstancias difíciles, la razón encuentre su camino frente a las fuerzas oscuras del patriotismo, tanto del lado americano como del soviético. Otro porque se trata de una disputa entre dos adversarios que cooperan a pesar suyo gracias a un mediador inteligente. La tercera tiene que ver justamente con la calidad de ese mediador puesto en una serie de dilemas que, como alguien define en la película, no poseen reglas de juego establecidas de antemano, sino que los caminos de la solución deben escribirse en el aire. En una situación igualmente llena de paradojas, andando a tientas y moviéndose contra un establishment que le era adverso, se movió pocos años después el presidente Kennedy, con un gabinete que mezclaba gerentes corporativos, adversarios políticos y misioneros contra la corrupción. Esa breve presidencia tuvo la impronta de alguien que viene a dar vuelta una página de la historia, a mostrar que su país puede ser mejor de lo que establecen las tradiciones del anquilosamiento y la mediocridad de su tiempo. No sé por qué me puse a pensar que, contra todos los pronósticos, tal vez estemos en una situación semejante en la Argentina de hoy. Feliz año.