Relegado por años a ocupar los márgenes de la industria editorial –que equivocada o no veía en el formato de la novela un producto más fácilmente comercializable–, el cuento experimenta en la actualidad una suerte de resurrección, desde que las antologías temáticas o generacionales demostraron que podían acaparar el interés de los lectores. Así, una tras otra, las editoriales fueron haciendo espacio en sus catálogos a los volúmenes de relatos, ya sean colectivos o individuales. Y así también, a fines del 2008, Eterna Cadencia, uno de los sellos independientes más nuevos e interesantes del mapa editorial, eligió cerrar el año lanzando simultáneamente dos libros de cuentos: la compilación Vagón fumador. Antología de relatos sobre el tabaco, a cargo de Damián Ríos y Mariano Blatt, con textos de Mario Bellatin, Daniel Durand, Alberto Laiseca, Alejandro Zambra y Elvio Gandolfo, y Los padres de Sherezade, el segundo libro de cuentos de Daniel Guebel.
Durante los últimos tres años compartí con Guebel –autor de novelas, obras de teatro y periodista ocasional– el trabajo cotidiano, por lo que me convertí en testigo privilegiado de dos de sus obsesiones literarias más recurrentes: el agobio de ser considerado un autor epigonal de la infinita y mutante obra de César Aira, y la sensación de ocupar en el campo literario argentino un espacio mucho menor al de sus aspiraciones (frustración que, por otra parte, deben compartir tres de cada tres escritores argentinos). Guebel es amigo de buena parte de los nombres más destacados de su generación –Martín Caparrós, Alan Pauls y Sergio Bizzio–, y tuvo la desdicha de ser considerado una joven promesa: un autor sobre el que desde muy temprano pesó la atención de la crítica, que, como suele suceder, pasó rápidamente a ocuparse de otros menesteres, urgida por las últimas modas literarias. En el té que religiosamente bebía luego de cada almuerzo, dejaba caer –de acuerdo al humor del día, con un tono de suficiente ironía o de velada desesperación– sus quejas sobre la miopía generalizada que recubría su producción. La pregunta, que nunca formuló pero que permanecía flotando detrás de sus anécdotas compartidas con Bizzio, Fogwill, Luis Chitarroni, Héctor Libertella o Jorge Di Paola (su familia literaria elegida, cuyo árbol genealógico prefería remontar a Cervantes y a Rabelais), de la narración sardónica de sus desgracias personales, era una sola: ¿cuánto falta para que el periodismo y los lectores se den cuenta de que soy un genio? La indiferencia sobre su obra comenzó a disiparse, aparentemente, cuando en 2007 publicó un libro en el que muchos vieron una novela confesional, y que resultó un módico éxito de ventas, Derrumbe. Allí, Guebel, como antes en Carrera y Fracasi o La vida por Perón, hacía gala de una de sus virtudes más celebradas: el equilibrio entre una prosa elegante, la profusión de historias enmarcadas, y la perífrasis que comienza por ser culta y termina deviniendo escatológica. El mismo tono formal que deparan los cinco relatos de Los padres de Sherezade, en los que se adivina la influencia de uno de sus autores más admirados y detestados: Jorge Luis Borges. Sólo que en el caso de Guebel se trata siempre de un Borges revisitado desde el desenfado y la chabacanería, ese rasgo de estilo que es ideología literaria, y que sus detractores más disfrutan de atacar. Es probable que la hora de la justicia literaria haya sonado para él, finalmente. Mientras tanto, insiste en que algún día terminará una novela monumental que lleva años escribiendo, y despertará a los incrédulos. Habrá que creerle.
*Desde Barcelona.