Acuba es el acrónimo de Asociación de Curtiembreros de Buenos Aires y había recibido el predio en cesión de manos de la dictadura militar en 1982. El convenio entre el gobierno de facto y la cámara empresarial establecía como condición para la sesión que Acuba construyese una planta de tratamiento de afluentes para los habitantes de Villa Caraza. Desde luego, los empresarios no cumplieron y ninguno de los gobiernos democráticos posteriores se lo hicieron cumplir ni anularon la cesión.
Los vecinos de uno y otro lado de la avenida Hornos siguen sin acceso al saneamiento hasta hoy. Lo evidencian los forúnculos, las aguas arseniosas y las enfermedades gastrointestinales que se combinan con el aire fétido, la malnutrición, el paco y el recurrente zumbido de las balas para garantizarles una infancia de mierda a los cientos de miles de niños que se crían en las zonas periféricas de la pútrida cuenca Matanza-Riachuelo.
Los primeros afluentes que tiñeron el Riachuelo salieron de las venas de varios millares de querandíes masacrados por las huestes de Pedro de Mendoza en el siglo XVI, hecho que le da nombre original al río Matanza y a La Matanza, el municipio más populoso del país. Bartolomé de las Casas aporta en 1552 la primera referencia escrita a lo sucedido en las cuencas del Río de la Plata: “Van a ser ricos y grandes señores como los otros [españoles], y esto es imposible que pueda ser sino con perdición y matanzas y robos y disminución de los indios según la orden y vía perversas que aquellos como los otros llevaron. Después que lo dicho se escribió supimos muy con verdad que han destruido y despoblado grandes provincias y reinos de aquella tierra, haciendo extrañas matanzas y crueldades en aquellas desventuradas gentes”.
De ahí en adelante, los intereses coloniales y de los potentados nacionales mantuvieron su conducta desvergonzada, aprovechando que el olor fétido no llegaba a la metrópoli. Así, se encargaron de envenenar la cuenca hasta extremos inimaginables y de a poquito esta arteria de la Perla del Plata, otrora limpia y navegable, se convirtió en una enorme cloaca que maldijo con su pestilencia a los que sucesivamente ocuparon la tierra conquistada.
La cuestión es que a cuadras del Riachuelo se levantaba uno de los tantos muros de la exclusión –el que resguardaba el predio de Acuba–, y se extendía una de las tantas fronteras entre los integrados y el descarte –la que separaba Villa Caraza del Barrio Los Tanos–. El inmenso muro había estado allí por décadas, sólido, imperturbable, imponente. Hoy queda menos de la mitad. Quedan sus ruinas. Los malones del presente lo derribaron a mazazos, penetraron tierra intermedia, redujeron la frontera a pocos metros y quedaron cara a cara con el decil más bajo de la estructura social argentina. Ellos no estaban debajo, estaban afuera. Muchos cartoneros estaban en el malón y casi sin proponérmelo con mi presencia había comprometido a nuestro movimiento en la defensa de la ocupación.
Nuestro movimiento… Suena raro ese sujeto colectivo abstracto para alguien que no está en este mundo nuestro. ¿Qué es un movimiento? ¿Cuál es el nuestro? ¿Quiénes somos nosotros? Puede querer decir muchas cosas y ninguna. Puede ser una organización de personas concretas con determinado fin o un proceso que une, generación tras generación, a los que sostienen determinadas banderas. Tal vez tenga miles de años, tal vez algunos lustros. Tal vez sea una ilusión, tal vez una realidad histórica.
Yo me lo crucé en una esquina, cuando vi a unos cartoneros que con sus hijos a cuestas luchaban por el pan cotidiano revolviendo la basura nuestra de cada día. Ese “movimiento” me atrapó en su marea, me llevó a costas desconocidas y ya no pude volver a tierra firme. Eso fue algunos años antes de la ocupación. Ahora soy un militante de los náufragos. Militante, otra palabra rara, chocante, con sonido militar; un sustantivo envejecido, un poco soberbio y prepotente. Yo quería luchar contra lo que estaba viendo, militar con ellos y por ellos (...)
La edad de los ocupantes orillaba los 30 años y ninguno sentía el más mínimo respeto por la ley, la autoridad y el Estado. No eran anarquistas pero en su cotidianeidad no existía contrato social alguno. El Estado era un patrullero y pasaba solo cada tanto, solo a levantar la coima de los transas o verduguear a los pibes. Su rostro amable era una escuela-aguantadero, un hospital roñoso, un bolsón de comida o un subsidio miserable.
No existía el derecho de propiedad para ellos. No tenían patrimonio. Un título de propiedad ajeno constituía simplemente un elemento de coerción, un límite físico tan carente de sentido ético como el muro de Acuba. Nunca habían suscripto un contrato: ni laboral, ni civil, ni comercial. La pena era casi siempre un hecho fortuito, aleatorio, arbitrario, totalmente disociado de la conducta. La ley era la ley del rico. La ley del pobre era el hecho y la costumbre. Esta dualidad normativa había sido bien enunciada por uno de los delegados cuando le dijo a un periodista: “O me matan o me quedo y me gano mi terreno”. Los hechos tienen una materialidad superior a los derechos. Para los desposeídos, la única forma de obtención de los llamados derechos reales, de algo parecido a un patrimonio, es la acción directa, de facto, que si es victoriosa y se consolida solo adquiere cierta legalidad mediante el transcurso del tiempo.
Nada de esto es muy distinto a lo que sucede en los cientos de miles de asentamientos del mundo donde reside un tercio de la población humana. No es que en la Argentina pase algo muy especial pese a nuestra obstinación nacional de creernos excepcionales, lo mejor y lo peor; no somos ni lo uno ni lo otro: somos una triste colonia tan atrasada, desigual y subdesarrollada como el resto del Tercer Mundo. Ya hemos perdido incluso el perfume francés que alguna vez exhaló nuestra capital para orgullo del puerto prodigioso. (...)
*Autor de La clase peligrosa, Editorial Planeta. (Fragmento).