Sobre el final de su vida y sobre el final de su diario, el poeta Cesare Pavese anotaba: “En mi oficio soy el Rey. En diez años lo he hecho todo. Si pienso en las vacilaciones de entonces”. Y una anotación más tarde, escribe: “Basta un poco de valor”. Y remata el diario: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Y viene el suicidio en una pieza de hotel.
¿Por qué era el Rey? Porque consideraba que había logrado la perfección en todos los géneros: novela, novela corta, ensayo, poesía, cuentos, traducción. Tenía razón, era muy bueno. Pero en la vida diaria era un pobre desdichado. Pavese no funcaba. Y sin embargo, sus poemas están atravesados por la vida: son poemas que respiran.
Pienso en el genial poema Los mares del sur. ¿Se puede contar un poema como si fuera una película? Este poema sí: lo narra un pibe joven que acaba de ver llegar de nuevo al pueblo a su primo más grande, que ya era una leyenda en el boca a boca de su familia. El poema es un largo ascenso a una montaña, la sintaxis se mueve, escala, y el verso tiene la tensión respiratoria de la prosa.
Pavese hacía, con estos poemas, cambiar de piel a la poesía italiana: se pasaba de la condensación del hermetismo de Eugenio Montale a las largas zancadas de la narración naturalista. En los poemas dePavese hay escenas de sentido explícito.
Sobre el final de Los mares del sur, el primo, epifánico, le cuenta al muchacho que narra que le quedó grabada una imagen en su vida: navegando en un barco pesquero –El Cetáceo–, ver lanzar los arpones pesados bajo el sol y cómo huían las ballenas, poderosas, en medio del agua ensagrentada.
Y el muchacho contesta: “Pero cuando le digo/ que él está entre los afortunados que han visto la aurora/ sobre la islas más hermosas del mundo/ sonríe al recordarlo y responde que el sol/ se alzaba cuando el día ya era viejo para ellos”.
Por eso era el Rey.