Soy mirón, pero no de los que se dan vuelta, ni de los que hacen un comentario, y menos que menos de los que se quedan ahí parados mirando al cielo, juntando las manos, al estilo Francella. Yo casi no muevo la cabeza. Casi. Tiendo más bien a la hernia ocular, al peligro de quedar con estrabismo permanente. Disimulo y disfruto lo que está en mi campo de visión. Me impresionan un poco los hombres cuando miran a las mujeres, serios, como asustados, enajenados. Me da algo de vergüenza pensar que quizás a veces hago lo mismo, quizá pongo la misma cara. Cara de desamparo, de acecho. Ese instante raro en plena ciudad cuando parece que empezara un documental sobre hormonas y mamíferos.
Una amiga muy hermosa me dijo que lo que le molestaba de su voluptuosidad era que no la podía desactivar, la sentía como una energía que está siempre ahí provocando reacciones que muchas veces prefería evitar. Incluso cuando bajaba muy poco producida al kiosco en jogging y remera, había algún masculino alborotado tirándole un piropo pegajoso. Bajo hecha un escracho y me dicen cosas, contaba. Hay que decir que su nivel de escracho era discutible. Y que además los hombres necesitan poca chispa para encender motores. En la época victoriana el tobillo de una dama que descendía de su carruaje podía disparar temporadas de sueños eróticos. Las costumbres cambiaron pero los mamíferos seguimos teniendo un cableado cerebral bastante parecido.
Es que la belleza puede ser alarmante. Transforma el espacio que la rodea, transforma a los que la contemplan. El otro día el chico de la verdulería abrió una sandía en dos y empezó el verano. A partir de ese momento las mujeres pasaban en musculosas de colores, polleras floreadas y sandalias, livianísimas por aire caliente de diciembre. Y con ellas empezaban las torsiones de cuello, las tortícolis, los amigos codeándose, riéndose con un toque de tristeza y de frustración al verlas pasar, un poco envilecidos, encandilados. Hay tipos a los que se les cuelga el sistema directamente. No saben para dónde iban, se tienen que resetear. Sos fulano de tal, vivís en Buenos Aires, ibas camino a una reunión en el centro, les dice el GPS. Y están los perseguidores, que las siguen un par de cuadras, entran en el kiosco con ellas. Mi amiga me dijo: Son los peores, porque parece que te van a hablar y no te hablan, entonces pensás que te quieren robar; después está el baboso de supermercado, que se hace el que justo está buscando latas en las mismas góndolas que vos; ése no está juntando coraje para hablarte, sólo lo hace como usándote, pasándote el escáner.
Una encuesta hecha en Inglaterra indicó que el hombre promedio pasa 43 minutos por día mirando a alrededor de diez mujeres. Si lo sumamos a lo largo del tiempo, se puede concluir que los hombres se pasan un año de su vida mirando a las mujeres. Lo sorprendente es que las mujeres, aunque más disimuladas, invierten media hora de su día en mirar a un promedio de seis hombres. Por suerte, de vez en cuando, las miradas se cruzan.