Pocas veces sé qué título va a tener una columna antes de terminarla. Pero esta vez lo tengo claro cuando me siento a escribir sobre Memoria irreversible, un libro de Laura Estrin que acaba de publicar la editorial Años Luz. Allí, la autora retrata a ocho personajes del mundo literario que fueron sus amigos y murieron en fechas recientes. Estrin me ofrece el título cuando cuenta que una vez Hebe Uhart dijo que le molestaba la claridad del día y ella pensó: “Se me pegan solo los locos, no tengo ningún amigo normal”. Y lo dijo en voz alta, delante de Uhart. Se dice de los locos que hablan solos y tal vez falte un loco en el título.
Pero no seamos injustos. Irina Bogdachevski, la legendaria traductora del ruso, víctima de los nazis y de los estalinistas, personaje entrañable según todos los testimonios, solo tenía de loca lo que tienen los santos. Tampoco puedo asegurar que Noemí Ulla ni Liliana Guaragno, a las que Estrin agrupa en el mismo capítulo que a Uhart, puedan ser merecedoras del calificativo. No las conocí y el libro no insiste en ese sentido. Al único que conocí fue a Pablo Chacón. Era imposible no quererlo a Chacón, así como era imposible soportarlo. Era alguien que irradiaba afecto y, al mismo tiempo, vivía en estado de paranoia.
Al resto no tuve el honor. Ni siquiera a Héctor Libertella, a quien conocía todo el mundo. Pero creo que sus excentricidades lo califican para la categoría, especialmente las literarias. Aquí debo confesar que nunca logré entender su escritura deliberadamente hermética como parte de un movimiento estratégico. Estrin recuerda sus rasgos más misteriosos y lo califica como un hombre aristocrático, pero también paradójico: por un lado decía que “había que escribir difícil para que los brutos creyeran que era Góngora”; por el otro, “sabía más de lo que simulaba saber”. Pienso que Libertella se llevó su lógica a la tumba, pero quedaron sus selfies intelectuales para ser citadas.
Menos admirado pero tal vez mucho más extravagante fue Nicolás Rosa, crítico y profesor que, según Estrin, vivía en un mundo propio, del que cada tanto emergían exabruptos diversos.
“Nicolás era una máscara, un mito de origen. Era una afectación constante. No podemos dar fe sobre la autenticidad que le conocimos, tampoco podemos dar fe del buen o mal gusto que tenía. Tenía ambos”. Todo indica que Rosa era un chiflado de aquellos.
Lo mismo que Ricardo Zelarayán, a quien Estrin dedica el capítulo más extenso del libro. En realidad son extractos de su diario, principalmente de la época en la que el escritor la cortejaba con modos que iban desde el profesor Higgins hasta Humbert Humbert. Demostrada la locura de Zelarayán, es muy interesante el testimonio de Estrin sobre la vida del círculo literario que se reunía los sábados en la confitería Premier durante los 90, una historia que merecería contarse.
Pero el personaje más enigmático de la serie es Luis Thonis, apasionado polemista e insigne ninguneado, a quien Estrin llama un dandi guerrero. “Thonis supo que el compromiso, la moral que adoptó en general nuestra crítica y nuestra literatura triunfante eran cosas muertas y no la verdadera ética, la verdadera guerra que él fue el primero en ver en nuestra pampa como el Gulag”. En los tiempos que corren, suena como una frase profética.