El fracaso de la economía de la dictadura en los 80 acuñó: “El que apuesta al dólar pierde”, frase que resuena aún entre quienes nacieron dos décadas después. La convertibilidad de los 90 terminó en estallido y con la oración: “Los que pusieron dólares recibirán dólares”. Y Macri dejó para el recuerdo: “Lloverán dólares”. Que debacles económicas de esa magnitud, teniendo al dólar (y a la deuda del Estado en esa moneda) como protagonista, coincidan con la previa aplicación de modelos económicos también con una orientación ortodoxa, aunque no solamente, obliga a reflexionar sobre la índole de las ideas aplicadas, más allá de la eventual mala praxis de los gobiernos que las impulsaron.
Dos modelos de país que luchan por una hegemonía lábil se anulan mutuamente
¿Qué pasaba por la cabeza de Macri cuando al principio de su gobierno compraba tiempo con deuda (las prestamistas venden tiempo)? Seguramente, que nunca nadie hubiera tenido que pagarla, como sucede en los países desarrollados, donde a su vencimiento siempre se renueva. Que el costo de los intereses en el presupuesto nacional tampoco iba a ser un problema porque las tasas de interés en el mundo tendieron a ser cada vez menores, incluso negativas. Y si la Argentina del kirchnerismo pagaba 8% de tasa de interés anual, Macri podría duplicar la deuda sin aumentar el costo de intereses si la tasa fuera la mitad, del 4% (como en Bolivia). Pero un día no le renovaron la deuda, de la misma forma en que un día de 2001 le dijeron a Cavallo que no le prestarían más a la Argentina.
Macri diría que si él hubiera sido reelecto (empatando primero en las PASO de agosto), hoy la renegociación de la deuda sería más fácil, pero aun en esa hipótesis habría corrido el problema hacia adelante porque en la siguiente turbulencia financiera internacional (o en la siguiente de política local) dejarían de prestarle.
La deuda es un síntoma del problema, es su consecuencia. La causa es que Argentina no logra crecer para luego tener capacidad de pago. La deuda debería ser un puente (tiempo) hasta que las ganancias (crecimiento) hicieran innecesario tomar deuda. Por el contrario, al no crecer, cada vez se acumula más deuda y los intereses, en lugar de bajar, suben.
¿Y por qué no creció consistentemente nuestra economía? Para Cavallo (reportaje del domingo pasado), Macri tuvo mala praxis porque la “orientación general de la economía era correcta”. Sobre su propio fracaso en 2001 cree que hubo mala praxis de quienes lo sucedieron durante cinco años cuando él dejó de ser ministro de Economía (1996) y volvió a serlo por seis meses en 2001. Y sobre la eventual “mala praxis” del frustrado ministro de Economía estrella de la dictadura, Martínez de Hoz, es más difícil conjeturar.
Pero el carácter diabólico de la represión militar durante esos años vuelve verosímil la convicción de que no hay mala praxis ni tampoco malas ideas, sino que esas políticas son hechas a propósito para enriquecer a unos en detrimento de todos los demás. Una simplificación del tipo: “Macri, basura, vos sos la dictadura”.
Aun para beneficiar a los propios (un proyecto de clase), Macri hubiera preferido siempre algún grado de éxito en la mayoría que le diera continuidad en el poder. La pregunta a realizarse es si las ideas son malas, o malas para un país como Argentina.
A las políticas económicas argentinas de los 70, de los 90 y de la segunda década de este siglo se las engloba bajo el difuso término de neoliberalismo, lo que Joseph Stiglitz llama mejor “fundamentalismo del mercado”. La palabra neoliberalismo se usó por primera vez en los años 30, tras la Gran Depresión, para indicar lo opuesto: un liberalismo social de mercado. Pero más allá de los términos que utilicemos para definirlo, consiste en el conjunto de políticas que tienden a reducir las regulaciones de los Estados sobre la economía, liberándola en mayor proporción a las leyes del mercado.
Ideas que tuvieron su epicentro en la Universidad de Chicago en los años 70, que aplicaron las dictaduras de Chile y Argentina en aquella década y en Chile perduraron, en los 80 en Estados Unidos de Ronald Reagan y en la Inglaterra de Margaret Thatcher, y ahora en Brasil con el superministro Paulo Guedes, el último Chicago boy y lo más parecido que produjo la actual Sudamérica a nuestro Cavallo en los 90.
Que en Argentina se atribuya reducir las regulaciones del Estado sobre la economía a un proyecto de la clase dominante para empobrecer a la mayoría no coincide que la popularidad que tiene cuando se lo implementa: Macri ganó las elecciones de 2015, de 2017, y en 2019 sacó más del 40% de los votos, solo 8% menos que todo el panperonismo unido. Y en los 90 Menem, independientemente de la primera elección presidencial de 1989, ganó con Cavallo las elecciones de 1991, 1993, 1995. Y en 2003 Menem le ganó a Néstor Kirchner en primera vuelta, además de que Ricardo López Murphy, alguien que hasta se enorgullece de ser tildado de neoliberal, sacó solo 4% de votos menos que Néstor Kirchner.
La condena a repetir inflación y devaluación es el castigo a la falta de amalgama en un proyecto común
¿Qué quieren esos argentinos que votan por Macri, y que votaron por Menem, por Cavallo, por López Murphy y por De la Rúa? Quieren una Argentina de Primer Mundo, como los países occidentales del hemisferio norte, de donde vinieron sus padres y abuelos, de quienes recibieron el legado aspiracional de progreso individual que había motivado su emigración de aquella Europa empobrecida. Ese sueño incumplido se renueva ante cada oportunidad en que un significante (Macri en 2015) emerge y quedará a la espera del próximo, consolándose en los interregnos con echarle la culpa al populismo o directamente al peronismo, y en algunos casos al latinoamericanismo de patria grande con su inmigración de vecinos.
Pero como la otra mitad un poco más numerosa tampoco tiene éxito económico sustentable, estamos estancados como Sísifo.