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Abierto de Australia

Malas noticias para Sarkozy

En los últimos 80 años, excepción hecha de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, los años pares son de singular implicancia para quienes amamos el deporte. Desde 1930, y de dos en dos, cuando no hay Juegos Olímpicos, hay mundiales de fútbol. Y si bien usted sabe que tenemos buen deporte para consumir siempre, nada se compara con un juego olímpico o con un mundial.

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En los últimos 80 años, excepción hecha de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, los años pares son de singular implicancia para quienes amamos el deporte. Desde 1930, y de dos en dos, cuando no hay Juegos Olímpicos, hay mundiales de fútbol. Y si bien usted sabe que tenemos buen deporte para consumir siempre, nada se compara con un juego olímpico o con un mundial. No es casual que desde Bin Laden hacia acá, cada vez que se acerca una de estas competencias trasciendan negociaciones que impliquen un “alto el fuego” durante ese período; como en la antigua Grecia, en la que los soldados enemigos podían acampar en las afueras de Olimpia, aunque jamás atacaron durante los 16 días de las pruebas olímpicas. Tampoco es casual que los delegados políticos de países antagónicos no consigan en la ONU aquello que algunos dirigentes deportivos sí consiguen en Lausana, sede del COI. Cuando en 1980 EE.UU. y varios de sus aliados (incluida la Argentina) decidieron no ir a los Juegos de Moscú en repudio a la acción soviética en Afganistán, dio más pena la ausencia de Tito Steiner en el decatlón o del seleccionado de Menotti que había ganado el preolímpico de Chile, que las imágenes que llegaban del sitio de Kabul. En definitiva, tampoco es casual que, pese a que vivimos más de un siglo lleno de conflictos y de muerte, al olimpismo sólo lo hayan castigado con dos boicots en bloque desde 1896 a la fecha. Al fútbol, ni eso.
Tal vez por ese mensaje que llega desde arriba (“podrá pasar cualquier cosa, pero no nos neguemos la fiesta olímpica o la fiesta mundial”), éstas son, también, las fiestas del hincha genuino. Hay excepciones, como las de los hooligans que viajan sin entradas, o la de los barrasbravas que viajan con todo pago y garantizado por aporte de jugadores, entrenadores, dirigentes o políticos. Pero son una minoría aun más patética que la que soportamos cada domingo. Tal vez por esto mismo, llegar al Stade de France para ver la final entre Francia y Brasil de 1998 fue una experiencia surrealista en la cual bastaba tomarse el metro cercano a Champs Elysée, bajar en la estación del estadio y caminar dos cuadras para llegar al lugar asignado en la tribuna de prensa.
Esa tarde entendí parte del conflicto étnico que obliga a los franceses a un equilibrio no siempre logrado. En pleno metro y más allá de la ansiedad por la previa, un grupo de chicos discutía suavemente con una pareja de coloraditos alsacianos sobre los méritos regionales del exitoso seleccionado local. “No hay ni un francés”, explicaba un chico con las rastas del Noah campeón de 1983. “Zidane, argelino; Djorkaeff, armenio; Karembeu, Thuram, Henry, africanos; Trezeguet, argentino; ni un solo francés”.
En algún momento de su camino a la presidencia, Nicolas Sarkozy dejó escapar una reflexión sobre la superabundancia de africanos en la elite del deporte francés. El fútbol, el vóleibol, el handball, el rugby y hasta el patinaje artístico tienen tantas o más figuras que remiten a las colonias y no a María Antonieta. Y como el ya mencionado Noah (hijo de una francesa y de un camerunés, pero nacido en Sedán), Jo Wilfried Tsonga no es la excepción. Hijo de una francesa y de un congoleño, Tsonga es, más allá de la final que estará por terminar cuando usted tenga el diario en sus manos, la gran figura del Abierto de Australia. Campeón del US Open junior de 2003 y responsable de una evolución que en menos de un año lo llevará de fuera de los 200 mejores a, en el peor de los casos, quedar entre los 20. Tsonga es un jugador tremendamente explosivo. Habrá que seguirle el rastro no sólo a su gran juego, sino también a las lesiones que lo persiguen desde adolescente. Porque el tenis de hoy no sólo es pegarle con un caño, sino de evitar que detrás de ese balazo vayan la raqueta y el brazo del jugador. Y cuando un tenista sufre tantas lesiones en los primeros años de carrera, suele ser perseguido por ellas hasta el final de sus días.
Sin ser el prototípico producto de la escuela francesa, como Gasquet, no es casual que la primera gran explosión del 2008 sea francesa. Tal vez no se regalen un número uno, pero el enorme trabajo que se hace a nivel federativo en Francia tiene que disfrutar de un Tsonga de tanto en tanto. En concreto, es la gran figura del torneo porque no se aporrea a Nadal como lo hizo, sin merecer semejante consideración.
Tal vez no le alcance –o haya alcanzado– ante Djokovic. Pero aun campeón y aun habiendo quebrado el corazón de Federer, el serbio ya es parte de otra historia. El llega a los Grand Slams pensando en ganarlos y no en ser la revelación. El es, efectivamente, el hombre que puede entreverarse entre el suizo y el español. Es más, creo que puede convertir al Rafa en un Borges del tenis, ya que no sería extraño que sea Novak quien desplace de la cima a Federer; así el español se quedaría sin su Nobel.
Pese a lo que uno podría imaginar, Djokovic vivió la guerra de los Balcanes medio de costado. Pese a que muchos tenistas de esa zona –Ljubicic a la cabeza– se exiliaron para zafar de la muerte, Novak vivió siempre en Belgrado, salvo el par de años en que concurrió a la academia de Nikki Pilic en Munich. Sólo después de eso, sus padres se resignaron a verlo tenista y no futbolista o esquiador. Resolvieron invertir en él algo de lo que les dejaba la pizzería que administran en las afueras de la capital serbia desde hace 15 años: sólo con lo que gane hoy, el nene habría devuelto con creces esa inversión.
Honestamente, creo que Djokovic merece este Grand Slam. También creo que Tsonga no se parece a Muhammad Ali; así como entiendo que tiene herramientas para ponerlo en jaque al serbio. Y también, honestamente, creo que si hoy gana Tsonga, a Sarkozy le va a caer tan mal como descubrir en Internet un video hot de su novia con Ségolène Royal.