COLUMNISTAS

Mani pulite y la Conadep de la corrupción

Lorenzetti, Highton y la placa que nomina a donde se juzgó a las Juntas Salón de los Derechos Humanos.
| Cedoc

Mañana, cuando Boudou declare ante el juez Lijo, puede ser un día más, o puede ser un día en que el sistema político argentino comience a cambiar. Tantas décadas de interrupciones al sistema democrático, donde quien ejercitó el Poder Ejecutivo tuvo la suma del poder público, dejaron de herencia una cultura en la cual aún hoy resulta difícil que la Justicia juzgue a los principales integrantes de un gobierno mientras están en el ejercicio de su función.

El subdesarrollo económico tiende a coincidir con el subdesarrollo institucional. En países donde el equilibrio de los tres poderes es nulo o precario, se observa el crecimiento de un capitalismo de amigos que le hace pagar a la sociedad los costos de una desigualdad económica sin ninguna de las justificaciones que podría tener.

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El economista más mencionado del mundo es hoy el francés Thomas Piketty, quien escribió el libro Capital en el siglo XXI, que Paul Krugman calificó como “la obra económica de la década” porque “echa por tierra el más preciado de los mitos conservadores: que vivimos en una meritocracia en la que las grandes fortunas se ganan y son merecidas”.

Piketty, con 160 gráficos en más de 600 páginas, expone que a lo largo del siglo XX el capitalismo sirvió para el progreso de la humanidad reduciendo las diferencias entre ricos y pobres mientras se aumentó la riqueza total, pero a partir de la década del 80, en los países desarrollados ha empeorado la distribución de la riqueza volviendo a los niveles del siglo XIX, cuando Marx escribió El capital y los más ricos eran herederos en lugar de creadores de su propia fortuna, porque la dinámica de la acumulación conducía inevitablemente a la concentración de riqueza.

En palabras de Piketty: cuando “el capitalismo genera automáticamente desigualdades arbitrarias e insostenibles se socavan radicalmente los valores meritocráticos en que se basan las sociedades democráticas”.

Las propuestas de Piketty, como un impuesto progresivo global, o las estadísticas en que basa sus conclusiones y las causas que originarían el “principio de acumulación infinita” en los países desarrollados están siendo muy discutidas, pero no son el motivo de esta columna. Lo atinente del libro de Piketty a una eventual Conadep de la corrupción en la Argentina tiene que ver con el empresario que se vuelve rentista y pierde su utilidad social. Porque cuando su fortuna no es resultado de innovaciones, productos superiores o ideas que mejoran la vida de todos, no queda ninguna justificación razonable a un premio excesivo dado que ya no hay contribución social.

Quién se hace rico en un país y por qué hace toda la diferencia. Si es por conseguir contratos con el Estado, tener casinos, obtener licitaciones, licencias o favores del gobierno en función de sus relaciones, será muy diferente a si lo logra aquel cuyos talentos son útiles al conjunto de la sociedad como resultado de la mejor técnica por una extensión de la educación.

En los países con débil institucionalidad y división de poderes, la corrupción genera rentistas dentro de una misma generación, herederos no de sus progenitores sino del favor de un funcionario. Las derivaciones prácticas negativas son las mismas que produce “el flujo de herencia” que describe Piketty en su libro, y las consecuencias morales, aun más desmotivadoras para el conjunto de la sociedad.

La corrupción no comenzó con el kirchnerismo, y tampoco hay que caer en la demagogia de decir que sin ella la economía del país despegaría. Pero sería cívicamente muy entusiasmante contribuir a regenerar la idea de que el éxito económico también es algo valioso porque depende del mérito y de un talento de la persona orientado a algo que beneficia a todos. Esa es la esencia del contrato social, lo contrario es el cinismo.

Probablemente la figura de una Conadep de la corrupción o un mani pulite argentino sean calificaciones efectistas que conllevan un espíritu opuesto a penar el oportunismo. Sobre el tema recomiendo la columna de ayer en PERFIL del sociólogo Omar Argüello titulada “Corrupción: ¿quién le pone el cascabel?”.

Pero ver desfilar por los tribunales a funcionarios (y en este caso, muy especialmente a sus amigos empresarios) sería socialmente tan terapéutico como cuando sucedió con los ex comandantes en el juicio que se les realizó en 1985.

El jueves, la Corte Suprema rindió homenaje justamente a esta sala donde hubo una “sentencia ejemplar y se aplicó la ley en un momento en que era muy difícil aplicarla”, y en un acto solemne la denominó Salón de los Derechos Humanos.

En la ceremonia, su presidente, Ricardo Lorenzetti, recordó que la defensa de los derechos humanos nació primero en las calles y que hoy los juicios de lesa humanidad forman parte del contrato social de los argentinos. Llamó a “expandir los derechos humanos porque hoy en día ya no son sólo los derechos vinculados a los juicios de lesa humanidad, sino también los derechos humanos económicos y sociales”.

Ojalá mañana se comience a expandirlos en la dirección de que se considere un derecho humano el no ser expoliado por la corrupción y el capitalismo de amigos, que es –aunque no sea física– otra forma de violencia ilegal del Estado y un abuso de poder de los gobernantes.