María José Viera-Gallo me regala Cosas que nunca te dije y en la dedicatoria hace una misteriosa alusión a la invisibilidad, un tema del que estuve hablando en Chile. En la contratapa, Alberto Fuguet refuerza la idea y dice que Viera-Gallo es una escritora de culto y susurrada. Me gusta el libro, una colección de siete cuentos poblados de personajes desvalidos, tristes, distanciadamente trágicos. La dedicatoria me sigue desconcertando, pero el último relato permite imaginar por dónde van los tiros. Titulado Una novelita muy sentimental, habla de una escritora que busca a otra llamada Silvina Arendi, perdida en una remota provincia después de atraer el éxito y el escándalo con una novela en la que una mujer de clase alta practicaba la zoofilia con su mascota. La narradora del cuento dice que “sus ambiciones personales se reducen a una sola: salir de su asfixiante invisibilidad”, y cree que Arendi puede ser el tema de uno de los capítulos de “un libro de crónicas sobre autores malditos latinoamericanos”, que planea la editorial de la universidad en la que trabaja, pero su “anónima firma no podía competir con la nueva cronista argentina de moda”.
Las referencias son evidentes. Viera-Gallo es profesora en la Universidad Diego Portales; la UDP publicó en 2011 Los malditos, una antología de retratos de escritores latinoamericanos editada por Leila Guerriero, que bien podría ser la cronista argentina de moda. En cuanto a la figura de Arendi, “una de las escritoras más originales y arrojadas del continente”, tanto el nombre de pila como la clase social, la personalidad y las turbulencias sexuales hacen pensar en un homenaje a Silvina Ocampo, aunque, a esta altura, ha dejado de ser “una maleza lejos de los jardines del canon” para convertirse en una planta exótica pero canonizada.
Silvina Ocampo no figura entre los malditos de Guerriero, pero la UDP le ha dedicado un retrato autónomo: La hermana menor, de Mariana Enríquez. El libro es una prueba de que la crónica es un género complementario del ensayo académico. Uno le da brillo a la obra gracias a la teoría, el otro usa la chismografía para darle esplendor a la vida. En la Argentina, ambos son géneros progresistas y aunque Silvina Ocampo descendía de la oligarquía más rancia, su sexualidad aparentemente heterodoxa (el libro alude a ella todo el tiempo pero jamás la confirma) y el haber vivido a la sombra de las manipulaciones de su hermana Victoria, su marido Bioy y su amigo Borges la convierten en una especie de heroína cautiva, una asceta que comía muy mal y convivía con las cucarachas. Hasta su inocultable antiperonismo queda diluido en anticonformismo y fascinación con los pobres (por las dudas, Enriquez le endilga al lector algunas píldoras del catecismo oficial de estos días). En cuanto a la obra, la división del trabajo impide que el cronista diga algo personal sobre la literatura de Ocampo y deba limitarse a consignar lo que la academia ha establecido. Pero la maniobra de pinzas entre canonización y biografismo provee una segunda sepultura para los escritores. Una vez que sabemos todo sobre ellos (hasta cómo hay que leerlos), nunca pueden recuperar la invisibilidad que los defienda de las hordas. Eso es lo que intenta ejemplarmente Silvina Arendi, que hasta parece más real que su tocaya.