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Mar del Plata 2014

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Fue una muy buena edición la del Festival de Mar del Plata. Alegría en el ambiente, gran convocatoria, proyecciones impecables (con una tecnología que invita a ver películas en pantalla grande), un público cálido y democrático, y una programación de gran estilo. Claro que en Mar del Plata siempre ocurren cosas que no deberían, como que Capitanich aparezca un día y reclame el Auditorio (la sala más grande) para un congreso de alcahuetería audiovisual y las funciones de ese día deban trasladarse o suspenderse con la consiguiente frustración de los espectadores. Es que sobre Mar del Plata pende la espada de Damocles de un Estado que piensa que el festival (como tantas otras cosas) es una concesión graciosa y así como la otorga puede quitarla cuando quiera.

Pero vuelvo a la programación, que incluyó en la competencia internacional tres películas argentinas que superaron la media de otros años, películas de directores muy distintos cuya obra sigue una dirección consistente y personal. Las películas que presentaron en Mar del Plata son sólidas y muestran una consolidación en sus respectivas carreras.

Es bueno para el festival que Lisandro Alonso, José Campusano y Ezequiel Acuña hayan estado en competencia, es bueno para el cine argentino que los festivales incluyan películas autorales y es bastante malo que ninguna se haya llevado ningún premio del jurado oficial ni de los múltiples jurados paralelos (algunos francamente inexplicables). Creo que la discrepancia entre la jerarquía de las películas y la falta de premios para ellas revela no sólo la mala integración de algunos jurados, sino cierto rencor entre lo que uno podría llamar “el cine profesional” y tres directores que si bien ahora reciben fondos para filmar, están de algún modo a contramano de lo que se espera de ellos, como si estuvieran obligados a hacer un cine de consenso, menos ligado a las obsesiones de cada uno.

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Alonso no sólo se volvió sin premios de Mar del Plata (un integrante del jurado vociferó que sólo se los iba a llevar sobre su cadáver), también viene de fracasar el estreno de Jauja en Buenos Aires. Hizo otra película sobre un hombre solitario en medio de la nada, pero con una estrella internacional en lugar de un actor amateur y algunos críticos lo castigaron con ensañamiento. Si a Alonso se lo acusa de aburrido, el pecado de Campusano sería una supuesta desprolijidad, porque sus actores “actúan mal”, como me dijo un irritado colega suyo a la salida de la proyección.

Pero así como hay pocos directores en el mundo capaces de trabajar con la abstracción y el misterio del paisaje como Alonso, hay pocos capaces de narrar con la velocidad y eficacia de Campusano, como queda demostrado en El Perro Molina. En ambos casos, aunque por razones distintas, hay una enorme tensión en cada plano que filman. Acuña, por su parte, está empeñado en contar historias sobre adultos que quieren seguir siendo adolescentes. El título de su película, La vida de alguien, es revelador de que hay un modo de estar en el mundo que el cine de Acuña se empeña por sacar de la oscuridad. Pero es evidente la falta de sintonía entre los programadores, que saben que el camino del cine pasa por la afirmación de lo personal y lo diverso, y quienes se aferran con ahínco a la ceguera de la costumbre.