Desde hace más de treinta años la pobreza afecta a al menos el 20% de la población. Pese al elevado crecimiento económico de 2003 a 2008, no se pudo quebrar el piso de pobreza de la década de los 90 e incluso aumenta desde 2012. Hoy afecta a algo más de uno de cada cuatro argentinos (28,7% en 2014, según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA). Esta es, sin dudas, la deuda más pesada de la Argentina.
Esta realidad fue parte del diagnóstico del Presidente en la apertura de sesiones del Congreso Nacional. Según un análisis de Isonomía Consultores, Macri mencionó la palabra “pobreza” 11 veces, en contraste con la única mención en la última apertura de sesiones. Claro que el reconocimiento del problema puede no implicar significado alguno si no se actúa en consecuencia, pero constituye un primer paso. Tal como lo hizo Néstor Kirchner, quien justamente también mencionó “pobreza” 11 veces promedio en sus cuatro discursos.
El hincapié de Néstor Kirchner reflejaba la realidad: en 2003, la pobreza afectaba a más del 50% de la población. Argentina era un barco casi hundido en 2001/02, que salió a flote y avanzó, “viento de cola” mediante, hasta 2007/08, aumentando fuertemente el empleo y reduciéndose 25 pp la pobreza, el principal logro del primer gobierno kirchnerista.
Sin embargo, en parte por la dificultad de la herencia (esa que nos recordaron hasta más de diez años después, aunque ahora sea palabra prohibida) algunos problemas estructurales no fueron resueltos en 2003. Pero tampoco en 2004 ni en 2005, y continuaron siendo emparchados hasta 2015. Los parches recurrentes dañaron los motores, por lo que el barco siguió flotando pero ya sin avanzar desde 2011, con enormes costos en términos de desarrollo social. La pobreza, que alcanzó un mínimo en torno al 21% en 2011, volvió a aumentar producto del estancamiento del empleo privado y la aceleración de la inflación, que alcanzó un máximo del 40% tras la devaluación de enero de 2014.
De modo que hoy nuevamente el foco en la cuestión social se condice con una realidad que, sin ser la de 2001/02, es muy crítica. El problema es que el consenso en el diagnóstico no implica claridad en la línea de acción ni la pericia para hacerlo. Claro ejemplo de esto es el Indec, donde el consenso sobre la importancia de devolverle la credibilidad perdida es prácticamente unánime, pero los primeros pasos fueron en falso.
Además, consenso de diagnóstico no implica consenso en las soluciones. En octubre de 2015, prácticamente todo economista, de cualquier partido político, coincidía en que uno de los problemas que dañaron el barco es la carga de los subsidios energéticos. Algunos lo señalaban como simples “distorsiones a corregir y evaluar”, incluso desde el gobierno anterior se habló de la “sintonía fina” que había que realizar. En el otro extremo, sostenían que los subsidios energéticos sólo representan una parte de un gasto excesivo e improductivo. Pero una gran mayoría señalábamos que constituían el origen más claro de los desequilibrios macroeconómicos de un modelo que ya no era ni productivo ni inclusivo.
El gasto público del modelo anterior revestía una estructura regresiva. Los subsidios energéticos tenían un sesgo pro rico: sólo el 12% de los subsidios al gas beneficia a los dos deciles más pobres de la sociedad, mientras que el 39% beneficia a los dos deciles más ricos, según un análisis de Puig y Salinardi. Así, la abultada carga de subsidios a la clase media en un país donde, según datos del Observatorio de la Deuda Social, el 25,6% de los hogares no tiene acceso a la red de gas natural es, además de insostenible, inconcebible. Máxime porque si bien hubo una leve mejora de 2010 a 2014 (pasó del 28,1% al 25,6%), dicha proporción en los hogares de nivel socioeconómico muy bajo es del 55,7% y no evidenció mejoras desde 2010.
Pero el consenso sobre la necesidad de la corrección no reduce los costos sociales, económicos y políticos de su implementación, principalmente teniendo en cuenta la magnitud de la distorsión y el resto de los desequilibrios macro (inercia inflacionaria, apreciación cambiaria, desempleo en aumento, etc.). Y por eso el primer paso que dio el Gobierno en este sentido recibió críticas de ambas orillas: es shock o gradualismo, según con que lentes se analice.
El atraso tarifario es de tal magnitud que sin dudas cualquier cambio es un shock para quienes deben hacer frente a los nuevos valores de la electricidad, que llegaron con 390% de aumento promedio en CABA, aun cuando en términos absolutos no sea tanto porque se parte de valores en muchos casos irrisorios. Sin embargo, la tarifa social que incluye la actualización de las tarifas eléctricas reviste de progresividad a la medida. Según un análisis de Elypsis, en CABA el 22% de los usuarios podrá acceder a la tarifa social, incidencia que, de extenderse al resto del país, alcanzaría hasta al 53% de los usuarios de Chaco, el 45% de Santiago del Estero y a un nivel similar a CABA en las provincias del centro del país, como Córdoba y Mendoza.
Desde el otro extremo critican la medida por ser demasiado gradual y por el uso de endeudamiento para financiar déficit fiscal corriente. El riesgo sin dudas es que la deuda constituya un nuevo parche y se deje de atacar las causas del problema. Si se usa como amortiguador para un proceso que de hacerse muy rápido implicará costos sociales de magnitud, es una salida válida, pero que requiere enorme pericia y coordinación dado el reducido margen de maniobra.
Lo cierto es que sin financiamiento externo las alternativas para cubrir el déficit son reducir el gasto (aumentará la pobreza vía una mayor recesión) o por inflación (también aumentará la pobreza); este último es el escenario ya conocido.
Además, la falta de consenso en las soluciones también se explica porque muchos plantean escenarios de imposible realización. Dada la macroeconomía actual, los objetivos de no endeudarse, reducir la inflación, aumentar el empleo, aumentar las obras de infraestructura, mejorar la educación, etc., arrojan un conjunto vacío de soluciones.
Lamentablemente hay que elegir entre alternativas no exentas de costos, por eso empezar a desmadejar el novillo desde las causas del problema es prioritario no sólo por lo abultado del gasto, sino por su estructura regresiva. Reducir el déficit y a la vez aplicar políticas sociales realmente progresistas debe ser el objetivo si se quiere saldar la deuda con el 29% de la población que vive bajo la línea de pobreza.
* Economista.