El escenario global producido por la pandemia genera una demanda creciente de participación del Estado. Por un lado, se multiplican las necesidades de atención sanitaria para quienes contraen la enfermedad. Por el otro, el aislamiento social, como método eficaz para evitar que el virus se propague a mayor velocidad, obliga a detener o reducir drásticamente el funcionamiento de la economía, y entonces el Estado aparece como una instancia clave en la asistencia a empresas, trabajadores y población en general. La situación actual es de necesidades crecientes y recursos decrecientes. En esa brecha entre lo mucho que se necesita y lo poco que se tiene es imprescindible la intervención estatal.
Mucho se ha hablado de la supuesta ineficiencia del Estado. Pero poco de la ineficiencia del mercado: desde siempre, este último ha sido incapaz de resolver los altos niveles de desocupación, pobreza y exclusión en las sociedades modernas porque, por el contrario, es quien tiende a producirlos. Por supuesto, y como está demostrado, tampoco tiene capacidad decisiva para intervenir en escenarios críticos como el actual.
Por eso insisto en la idea de “las dos pandemias”: llegamos a esta pandemia sanitaria luego de experimentar una pandemia económica, con sus altos niveles de endeudamiento, crecimiento de la pobreza y del desempleo. Por lo cual, no solo ahora es necesario más Estado: antes también lo era, para regular a “los mercados” en sus habituales tendencias a la distribución regresiva de los ingresos, la exclusión y la generación de esos niveles de desempleo y pobreza.
De allí que sea necesario profundizar el debate sobre el rol del Estado. Hoy, casi todos coincidimos en que los hospitales no tienen suficientes recursos y deberían tenerlos, o en que las aerolíneas de bandera son útiles para resolver una cantidad de problemas. Pero la discusión de fondo es si el diseño de sociedades con Estados mínimos, como se viene intentando desde hace cuarenta años, es el camino. En el escenario de las pandemias tenemos una gran oportunidad para llevar adelante ese debate. Hasta el Financial Times, un tradicional vocero del neoliberalismo, editorializó hace unos días: “Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía, la redistribución volverá a estar en la agenda. (…) Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y la riqueza, tendrán que estar en la mezcla. Se requieren reformas radicales para forjar una sociedad que funcione para todos”.
Estoy convencido de que vamos hacia un mundo, y la Argentina es parte de ese mundo, donde se va a revalorizar positivamente el papel del Estado, regulando, asignando recursos, haciendo que el cuidado de la salud y la educación de calidad alcancen al conjunto de la sociedad. Porque, además, vamos hacia sociedades que atravesarán profundos cambios tecnológicos que afectarán fuertemente todos los órdenes de la vida, entre ellos, el empleo.
En las sociedades en transición el Estado es aún más imprescindible porque es el único que puede regular y distribuir los costos de los cambios de esa transición. Por ejemplo, el trabajo que quede, producto de la nueva revolución tecnológica, habrá que redistribuirlo entre el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas del mundo, y esa redistribución debería realizarse reduciendo la jornada laboral sin disminuir el valor del salario. Partiendo de la base de que la producción de bienes y servicios necesita consumidores, esta redistribución resultará imprescindible para que el ciclo económico pueda concretarse. Se necesitará de Estados fuertes y capaces regulando esos procesos de cambio. Es decir: necesitamos y necesitaremos más y mejor Estado.
*Diputado nacional por el Frente de Todos y presidente del Partido Solidario.