Los militares forman el núcleo esencial del sistema de defensa frente a los riesgos que implica la posesión de un territorio nacional soberano. Hoy, cuando las guerras por disputas étnicas, ideológicas, religiosas, económicas y geopolíticas se combinan con el terrorismo fundamentalista y narco, produciendo una mayoría de víctimas civiles por fuego cruzado, bombardeos masivos y atentados, carecer de brazo armado es absurdo. Solo aceptando un estatus “semicolonial” las FF.AA. no tienen razón de ser y una no-política de defensa queda sujeta a la política exterior de alguna potencia.
¿Qué significa la excepcional predisposición a matar y/o ser muerto en combate, formando parte de un ejército, armada y fuerza aérea nacionales, con número, equipamiento, adiestramiento y capacidad acordes con la dimensión territorial, recursos naturales y tecno-industriales, en un área geográfica que suscita disputa internacional? Es lo que se llama “vocación militar”. En la post “guerra civil” de los 70 entre terrorismo insurgente y terrorismo represivo, la vocación armada contraestatal será cristalizada como antítesis “heroica” de todo soldado profesional.
Los cavernícolas comprendieron la necesidad de organizarse contra los depredadores. Y entre los más peligrosos, sus congéneres de otras cavernas, cuando la única ley era el “ojo por ojo, diente por diente”. A la especialización productiva, religiosa y guerrera de las comunidades sedentarias agrícolas concurrió la invención del palo y la piedra: primeros instrumentos de caza y guerra. Sucedidos por “sistemas de armas” cada vez más mortíferos y certeros: bombas y misiles nucleares, miras láser y visores nocturnos, robotización del ataque (bombas “inteligentes”), etc. Industria bélica que adquirió su inicial impulso con los ejércitos de masas de la Revolución Francesa. Un ciudadano, un fusil, un voto. Y la leva obligatoria de la nación en armas.
Sin haber transitado estudios en liceos militares, o cursado en institutos de formación de oficiales y suboficiales de las FF.AA., o al menos haber hecho la “colimba” que perduró en la Argentina entre 1901 y 1994, es difícil lograr empatía, o superar la antipatía, con la formación castrense para el combate. Jurar “seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida” transforma al civil en soldado. Así lo vivieron los jóvenes combatientes de 18 años en Malvinas. Integrando una sección reforzada de infantería de 42 hombres, al comando de un teniente primero de 28 años, un subteniente y dos suboficiales más jóvenes, enfrentaron a la cabeza de playa de 600 ingleses, derribando cuatro helicópteros y replegándose a salvo. El hoy coronel Carlos Esteban, experto en relaciones internacionales, egresó del Colegio Militar de la Nación en 1974 y ascendió a sus primeros grados en plena lucha fratricida. Como cadete aprendió el valor de dar el ejemplo a sus futuros soldados antes de recibir el sable de oficial rubricado por Isabel Perón. Sin confiar en quien los conducía sus hombres no lo hubiesen seguido a un combate desigual.
Pero revistar en establecimientos militares donde la disciplina es la columna vertebral de la vida cotidiana bajo la orden “¡Subordinación y valor!... ¡para defender a la patria!” no garantiza combatir con valentía.
Sin la disposición al sacrificio –“suicido altruista” lo calificó Emile Durkheim– la política de defensa es cartón pintado.
Quienes no hayan sufrido las inclemencias de una campaña en clima helado o tropical, soportado la tensión en el uso de armas, municiones y explosivos, o la vigilia rigurosa de las operaciones aéreas o navales, o nunca faltado a fiestas y alegrías sirviendo en noches de remotas guardias ¿pueden entender a fondo qué significa ser un soldado? El factótum de la defensa no es un mecanismo sin alma. Excluidos de opinar sobre el con qué y el para qué de la profesión militar, a la infausta hora del combate no habrá quienes sostengan las armas dispuestos al extremo de matar y morir.
*Sociólogo.
Ex teniente de Artillería (1965-70).